Política

Se llama claudicación, pero no tiene nombre

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Las imágenes que dan cuenta del horror mexicano de este siglo son atroces: las camionetas calcinadas en las que viajaba la familia LeBaron y en las que murieron tres mamás y seis de sus niños en Bavispe, Sonora; las de los 27 jóvenes masacrados en un centro de rehabilitación en Irapuato; las de los 14 policías estatales de Michoacán acribillados por matones del CJNG; completar el relato necesitaría miles de páginas. Detrás de ellas hay un fenómeno criminal que aún comprendemos poco.

Lo que sí está documentado es que la lógica de las bandas criminales las empuja a una dinámica triple: 1) diversificar sus actividades y participar en más mercados ilegales (la venta de seguridad o extorsión, el narcotráfico, el huachicol, el tráfico de personas, etc.); 2) desplazar a sus competidores eliminándolos, normalmente a balazos; y, 3) a controlar territorios donde operan, para lo cual es indispensable que las instituciones de seguridad y justicia (policías, ministerios públicos, jueces) las protejan, ya sea mediante la omisión o la complicidad.

En los últimos 30 años la mayor parte de las organizaciones criminales han intentado, con distintos niveles de éxito, controlar territorios y poner de su parte a las instituciones municipales (las más débiles) y estatales, pues su ámbito de acción es fundamentalmente local. Solo algunas —las dedicadas al narcotráfico— intentan cooptar instituciones o autoridades federales. Para lograrlo utilizan la famosa y eficaz ley de la plata o plomo: aceptas el soborno y te corrompes o te metemos unos plomazos. Tú escoges.

Una vez asegurada la complicidad u omisión de las autoridades, el territorio pasa a control de los criminales y es cuando los ciudadanos presenciamos y vivimos el horror. Los dos principales instrumentos estatales de contención del crimen y la inseguridad (la fuerza pública y la aplicación de la justicia) quedaron neutralizados o puestos a su servicio. (No son los únicos, pero el resto —la prevención social, la reconstrucción de las comunidades— son insuficientes y poco eficaces sin los primeros). Los límites a la violencia y la depredación contra la sociedad se debilitan o desaparecen y entonces se pueden cometer cualquier cantidad de atrocidades contra ciudadanos, contra miembros de las bandas opuestas, contra las autoridades que no se someten: 90 mil delitos cada día según la encuesta de inseguridad del Inegi, entre los que destacan 100 homicidios dolosos diarios.

Al entender esa dinámica del crimen organizado de las últimas décadas en México, es incomprensible lo sucedido hace un año en Culiacán cuando cientos de sicarios del cartel de Sinaloa sometieron al Ejército —y de paso al Estado mexicano— para forzar la liberación de Ovidio Guzmán. Pero más escandaloso aún es que a un año de sucedida aquella capitulación, no haya —como lo señaló Héctor de Mauleón en su columna del lunes en El Universal— orden de aprehensión contra el hijo de El Chapo. Es decir, no les interesa capturar a quien humilló al Estado.

El cártel de Sinaloa y el resto de las organizaciones criminales están muy agradecidas con el presidente López Obrador, con el fiscal Alejandro Gertz Manero y con los secretarios de la Defensa, Luis Cresencio Sandoval, y de Seguridad, Alfonso Durazo, por darles permiso de actuar sin que el Estado los persiga. Ya no tienen que molestarse por cooptarlo. Aunque lo que han hecho se llama claudicación, no tiene nombre.

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Guillermo Valdés Castellanos
  • Guillermo Valdés Castellanos
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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