En México no es posible entender el grado de expansión de la delincuencia, su agresividad contra la sociedad y su nivel de violencia sin el componente político, es decir, la debilidad de las instituciones y la relación que han establecido con ella. Con las organizaciones del narcotráfico los sucesivos gobiernos desde Miguel Alemán hasta Miguel de la Madrid mantuvieron un pacto informal que toleró y permitió esa actividad a cambio de “paz” y dinero para mantener a los cuerpos policiacos (de los tres niveles de gobierno) y a miembros del ejército. La violencia era selectiva y escasa, pero las consecuencias fueron muy graves y de impacto duradero: por un lado, se les permitió a las organizaciones empoderarse geográfica y económicamente; segundo, el Estado les entregó a los narcos el control de casi todas las policías, ya que durante décadas los principales ingresos de sus integrantes los aportaba el narcotráfico. El Estado puso las reglas y los “administró”, pero al mismo tiempo alimentó el huevo de la serpiente y les entregó el antídoto.
Roto ese acuerdo informal en 1985, las relaciones entre política y crimen organizado se transformaron. Ya no había condiciones para un acuerdo nacional, por tanto, a partir de los 90 del siglo pasado, los carteles de la droga lo hicieron a nivel estatal, pero con una enorme diferencia: ya no eran las autoridades las que ponían las reglas sino los narcos, ya que todo el poder de fuego les pertenecía; los gobernadores y alcaldes no tenían fuerzas policiales suficientes y confiables de su parte para decirles no a los narcos. Algunos se aliaron con ellos, otros los toleraron a fuerzas y no faltaron quienes se volvieran sus empleados.
Con todos los defectos y aciertos de las políticas de Calderón en esta materia, el mensaje principal detrás de ellas era que el Estado lucharía por recuperar a sus instituciones capturadas y ponerles límites a las organizaciones criminales, que no se iba a tolerar ni permitir más el avance impune y descarado del crimen organizado. Se trataba de una lucha a largo plazo que no fue entendida ni mantenida. El mensaje ya desapareció. Ese logro intangible de Calderón se perdió y los criminales lo saben y actúan en consecuencia. Desde 2013 el Estado ya no defiende su territorio ni sus instituciones. Vacío de autoridades. La abundancia de masacres, la carretera de Monterrey a Nuevo Laredo controlada por delincuentes y la amplia participación del narco en los comicios del pasado 6 de junio son solo algunas muestras de ello. El gobierno de Peña Nieto nunca comprendió este aspecto del problema y su indiferencia se mostró y facilitó los sucesos de Iguala (municipio al servicio de los Guerreros Unidos) con los normalistas de Ayotzinapa.
López Obrador, sus operadores en la materia y muchos morenistas ni lo entienden ni les preocupa. Al contrario, mandan el mensaje opuesto. El involucramiento tolerado y posiblemente alentado desde algunos mandos de Morena de Sinaloa y Michoacán, hace pensar que creen que un entendimiento con el crimen organizado es benéfico para la 4T, que les dará triunfos electorales y una reducción de la violencia. Además de ingenuidad (tarde o temprano los criminales se quedan con todas las canicas, la violencia no disminuirá y someterán o eliminarán a las autoridades morenistas) es una perversidad contra el Estado mismo (más instituciones capturadas) y un crimen contra la sociedad.
Guillermo Valdés Castellanos