El bajo nivel de las campañas políticas evidencia que vivimos una democracia sin demócratas, pero también que tenemos una democracia sin ciudadanos, o con ciudadanía de baja intensidad.
La moral pública es un sistema de incentivos reiterado a lo largo del tiempo por el que las comunidades resuelven los problemas de autoridad, jerarquía, justicia y coexistencia pacífica en sociedad. Sin embargo, en México ni la clase política ni los ciudadanos parecen compartir consenso sobre las formas legítimas de tomar decisiones; y en los procesos de selección de candidatos y elección de gobernantes no se siguen los principios democráticos de una libre deliberación fundada en la razón, el respeto y la tolerancia a las distintas formas de pensar.
Nuestra Constitución Política, en una de sus disposiciones más luminosas (artículo 25) refiere “Corresponde al Estado la rectoría del desarrollo nacional para garantizar que éste sea integral y sustentable, que fortalezca la Soberanía de la Nación y su régimen democrático y que, mediante la competitividad, el fomento del crecimiento económico y el empleo y una más justa distribución del ingreso y la riqueza, permita el pleno ejercicio de la libertad y la dignidad de los individuos, grupos y clases sociales, cuya seguridad protege esta Constitución”. Es decir, que en la medida en que se tenga un entorno material suficiente y equitativo, los ciudadanos podemos ejercer plenamente derechos como el derecho a informarnos, a pertenecer a una asociación civil, a militar en un partido político y a deliberar sobre la situación del país y las propuestas de solución de nuestros graves problemas locales y nacionales.
En cambio, si se mantiene la alienación de la supervivencia económica cotidiana; con 40% de la población con algún grado de pobreza y vulneración social, con una desigualdad lacerante, constatamos que la mayor parte de la ciudadanía no puede tener una opinión y participación política plena (después de un doble turno, queda poca energía y disposición para allegarse información de calidad para formarse una opinión política sólida).
Por ello, como en la época de la decadencia de la república romana, la población, cada vez con menos herramientas ciudadanas, se ve sometida a relaciones patrimonialistas, clientelares, de reciprocidad, redes de corrupción, impunidad selectiva, intermediación y gestión políticas, para inclinar su preferencia política.
La mayor parte del electorado tomará la decisión sobre el sentido de su voto de manera intuitiva o visceral, por ello no debe sorprendernos lo superficial del debate y lo fútil de los medios de propaganda, los reñidos certámenes de reguetón, candidatos dando, literalmente, maromas y bailando para seducir al electorado en un concurso de talentos insospechados -e innecesarios- en un político. Ante el descrédito de la clase política, los partidos han recurrido de manera desesperada a reclutar personajes del ámbito de la farándula. Seguimos construyendo quimeras institucionales. Una, casi bicentenaria, es la de los “ciudadanos imaginarios” de que hablara Escalante Gonzalbo.
Guillermo Zepeda