Imagine usted ser un migrante que espera, en esas ciudades satélites que se montan con decenas de casas de campaña en la orilla del Río Bravo, la oportunidad o la cita que el gobierno norteamericano le ha prometido para poder pedir asilo en los Estados Unidos.
Imagine que, mientras eso sucede, usted debe de trabajar ya que no es uno de los afortunados indocumentados que -a partir del coyotaje- ha calificado para poder acceder a una de las múltiples becas del gobierno de la cuarta transformación -debería ir en mayúsculas, pero no lo merece-.
Ahora, traslade su idea a las calles de Ciudad Juárez donde, como sea, debe conseguir dinero para mantenerse o, incluso, mantener a su familia. Las opciones son muy pocas y todas tienen que ver con la economía informal, ya que su estatus migratorio no le ayuda a conseguir otro tipo de empleo además, su objetivo es otro: la promesa de mejores ingresos en la Unión Americana.
Entonces, mientras espera, se dedica al ambulante o a las labores típicas de los cruces no fronterizos, sino peatonales.
En eso, una patrulla de la migra lo detiene, lo levanta, se lo lleva y, por si fuera poco, lo vacía. La corrupción del sistema migratorio mexicano comienza a pegarle en la dinámica conocida por ellos: entre más dinero, mejor trato; entre menos dinero, mayores son las posibilidades de ser deportado.
Lo llevan al centro de detención que no, no es un albergue. Entre otras decenas de personas recluidas en él, se percata que las condiciones de hacinamiento son aberrantes. La ventilación es infame -tres pequeñas ventanas que se encuentran a una altura considerable para evitar fugas-, los servicios sanitarios son escasos y lo único que se les da es una colchoneta delgada para poder acostarse a nivel piso.
Ahí, en esa cárcel con nombre suavizado, la suerte está echada a partir de la capacidad económica y hasta del carisma: los favorecidos serán trasladados a la Ciudad de México para revisar su situación. Los otros tienen como destino la frontera sur para ser deportados y comenzar, una vez más, ese cruel juego de serpientes y escaleras que es la migración ilegal.
Sólo por eso, imagine que escucha en ese centro de detención una riña, donde los migrantes presos reclaman su derecho a esperar su cita en la frontera. Recuerdan que el discurso presidencial mexicano nunca criminalizó a los migrantes e, incluso, prometía dar las posibilidades que las anteriores administraciones se habían negado. Es testigo usted de los reclamos que se levantan a policías y miembros de un particular cuerpo privado de seguridad. Se entera que dicho cuerpo fue contratado por el gobierno a una empresa propiedad del Cónsul Honorario de Nicaragua en Nuevo León y Coahuila. No entiende que estados son esos, pero sabe que Nicaragua vive una dictadura que expulsa a sus ciudadanos para evitar ser asesinados por pensar distinto a Daniel Ortega.
Entre los reclamos, observa que la protesta aumentó en su intensidad. Unas de las colchonetas arden a lo lejos y el humo comienza a asfixiarlo.
No imagina más. Los guardias lo han dejado encerrado para que muera asfixiado o calcinado.
Hay gobierno que reemplazan la imaginación por indignación y asco. Este es uno de ellos.