He postergado mi abordaje a los gentilicios, a las voces que dan nombre a los habitantes de una región, ciudad o país.
¿Por qué? No lo sé: la postergación tiene siempre raíces ocultas, no advertibles en un primer asedio, en una primera aproximación, en un inicial acercamiento.
Recuerdo que, en Tres Cantos, una pequeña ciudad cercana a Madrid, pregunté al autor de “Sobre una carta de John Keats” cuál era el gentilicio de los nativos de esa población, y raudo me dijo “Tricantinos”, querido Gilberto.
Hay gentilicios caprichosos como, por ejemplo, hidrocálidos, referido a quienes nacieron en Aguascalientes, y que hacía las delicias de Iván Gallardo, el poeta de la Universidad Complutense (gentilicio de los habitantes de Alcalá de Henares) y que le parecía un gran, hermoso, eufemismo.
¿Cómo apodamos a quienes nacieron y viven en Huelva, España? Onubenses.
¿Por qué? Porque los romanos llamaban Onuba a la actual Huelva.
Es verdad que hay gentilicios cultos y/o populares. Por ejemplo: malagueños o malacitanos y, en atención a las tres Méridas (mexicana, española o venezolana): merideños o emeritenses. No sé.
Tenía y tengo la deuda en torno de los gentilicios.
Me gustan la mar estas dos voces: torreonense o teorronita. O sencillamente ¿lagunero o irritila? Y aunque no le gustaba a Roberto Bolaño me da igual.
A mí me encanta gomezpalatino.
¡Una bendición nominal! Un joyel onomástico, una exquisitez idiomática: nuestro gentilicio áulico.