En nuestra sociedad, donde se ensalza la inmortalidad y el terror a la muerte es habitual, no nos es fácil imaginar los últimos momentos de la vida como algo más que dolor, dependencia, descontrol e indignidad.
Sin embargo, no pocos enfermos terminales y sus seres queridos logran ignorar esta creencia tan común y transforman el acto final en una oportunidad para expresar amor, para curar viejas heridas, para superar prejuicios, para descubrir en ellos mismos fuerzas y virtudes ocultas y, en definitiva, para realizarse.
La muerte hospitalaria, sobre todo en tiempos del COVI-19 que ocurre después de múltiples intentos tan lamentables como vanos de alargar artificialmente la existencia al que se va a morir, plantea un desafío moral al derecho de irse de este mundo con sosiego y dignidad.
Nadie debería morir con dolor y nadie debería morir solo. Fallecer no tiene porque ser necesariamente un tormento. El malestar del cuerpo casi siempre se puede aliviar.
Y la presencia reconfortante de una persona serena y cariñosa mitiga gran parte de la soledad del paciente. Pero alivio y compañía no es todo.
Este último acontecimiento de la vida brinda la posibilidad de vivir momentos emotivos de profundo significado.
En estas circunstancias cruciales, la sinceridad, la ternura, la comprensión y la entrega fortalecen y conectan a los participantes de una manera tan cercana y especial que algunos afirman sentir una paz de espíritu que nunca experimentaron. Las buenas muertes existen.
Requieren de una cierta dosis de entereza y valentía para enfrentarnos a recuerdos dolorosos que normalmente se evitan, o para dar cariño incondicional y atender las molestias del agonizante.
Se trata de una labor casi sagrada y dejarse cuidar se convierte en el último regalo del moribundo.
Compartir el trance de morir y cuidar de una persona querida es una forma poderosa de intercambiar amor, solidaridad y respeto, y representa una prueba personal sublime y enriquecedora.
Cuando alimentamos la dimensión humana de la muerte, la última despedida así se convierte en una experiencia tan íntima y tan valiosa, tan entrañable como el mismo milagro del nacimiento.