En la columna anterior hice referencia a mi reencuentro con este autor fundamental de la literatura francesa y universal, a partir de la lectura de su Diario.
No leí los cuatro tomos en los que está plasmada la versión original y completa de esa obra, pero me bastó una edición abreviada en un solo tomo para reiniciar la búsqueda y lectura de su abundante obra literaria.
El escritor español Enrique Vila-Matas sostiene que “de un modo involuntario, el Diario de Gide cuenta la historia de alguien que se pasó la vida buscando realizar su obra maestra y no la logró.
O tal vez sí, tal vez sí la logró, y su obra maestra sería entonces paradójicamente ese Diario que iba reflejando la búsqueda de su obra cumbre”.
Su lectura resulta de verdad apasionante y placentera, por encontrarnos frente a un hombre y un escritor inteligente, polémico, conflictivo, que a través de páginas estimulantes da cuenta del día a día donde conocemos de sus relaciones y amistades, de su formación e influencias, sus contradicciones, sus gustos y posturas.
En algún momento expresó que “es mejor ser odiado por lo que eres que ser amado por lo que no eres”. En el Diario supe de la emotiva correspondencia que recibía de sus lectores, uno de los cuales agradece que haya escrito una obra como Los alimentos terrenales, que le ayudó a reencontrar sentido a la vida.
Gide dice en una de las primeras páginas: “que mi libro te enseñe a interesarte por ti más que por él mismo, y luego por todo lo demás más que por ti”.
Aunque sus escritos no siempre fueron bien aceptados por la sociedad francesa y provocaron el alejamiento de algunos de sus amigos, se mantuvo fiel a sí mismo. Jorge Luis Borges lo consideró un héroe del libre albedrío.
Escribió en el prólogo a Los monederos falsos: (André Gide) “Creyó que el hombre puede dirigir su conducta y consagró su vida al examen y a la renovación de la ética, no menos que al ejercicio y al goce de la literatura”.
En la introducción a una de sus novelas se anota que Gide expresa, a través de uno de sus personajes, palabras que denotan su orgullo por haber cumplido, a pesar de las debilidades y errores de su vida (¿y quién no los tiene?) una misión creadora:
“Yo levanté mi ciudad. Después de mí, sabrá habitarla inmortalmente mi pensamiento. Con aceptación me aproximo a la muerte solitario.
Probé los bienes de la tierra.
Me es grato pensar que después de mí, gracias a mí, los hombres se reconocerán más felices, mejores y más libres. Por el bien de la humanidad futura realicé mi obra. Viví”.