Tras de una historia dilatada de presidentes falsos, ineptos y corruptos, la promesa de un cambio fue muy poderosa para 30 millones de votantes.
No es por deslindarme pero yo no fui uno de ellos.
Desde la campaña de 2006 aprendí a desconfiar de un estilo tremendista y maximalista de hacer política.
En ese año voté por Patricia Mercado, la única candidata que ofrecía un programa de izquierda que incluía, entre otras cosas, la legalización de la mota y la despenalización del aborto.
Lo dije desde entonces y hace unos meses pude decírselo a la senadora Mercado en persona: es la mejor presidenta que no hemos tenido. Que aún no hemos tenido.
En 2012 anulé mi voto. En 2018 voté por Marichuy, mujer indígena admirable y de auténtica izquierda.
No estaba en la boleta pero decidí que si había de votar, votaría con mi conciencia. Por lo mismo no podía -ni quería- votar por Anaya o por Meade.
Pero la promesa del cambio resultó ser más de lo mismo. Ineptitud, corrupción y, con más intensidad que nunca, mentiras.
Sin embargo, lo que en un país normal, sería un escándalo sin fin, en México no lo es.
La larga noche prianista no le dio a López Obrador seguidores, le dio fieles. Sus seguidores le creen lo que sea.
Sus mentiras son, a ojos de sus fieles, genialidades para enganchar a la oposición.
Pues no. Sus mentiras son mentiras y algunas de las cuales están costando vidas mientras yo le escribo estas líneas y mientras usted las lee.
Hay, por ejemplo, personas aparentemente racionales y generosas que aplaudieron y aplauden la escasez de medicamentos contra el cáncer en aras de romper los monopolios corruptos.
Si han de morir niños, que mueran, es por un bien mayor.
Tarde o temprano los fieles despertarán del sueño. Verán que el rey no tiene ropa. Ese es el momento que más temo.
¿Quién llenará el hueco de la decepción que viene? No lo sé, pero algo les aseguro, no será nadie de ninguno de los partidos existentes.
Lo que más miedo da es que, con altas probabilidades, será alguien con uniforme militar.
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