“Como en las mañanas mí madre tenía que salir, me amarraba a la pata de la cama –ella decía que yo era un pata de perro-, así que pata con pata, me dejaba así algunas horas.”De esa manera, el niño quedaba solo, berreando entre las sombras.
Al salir el sol su rabia se transformaba en asombro, al presenciar la aparición de luminosas figuras humanas que deambulaban cabeza abajo por la pared blanqueada con cal al fondo de ese cuartucho de adobe sin ventanas que era su casa.Mediaban los años veinte.
El cuartucho se encontraba en la Candelaria de los Patos, barrio lumpen que desde tiempos coloniales arrastraba una reputación infame y que nunca pudo integrarse al desarrollo de la ciudad de México. Hubo que ser demolido en 1965, para terminar con ese foco de insalubridad urbana.
Fiel a su inclinación de vagamundos, el pequeño abandonó muy pronto casa y barrio.
Intuía que el mundo era mucho más grande que los límites de la Candelaria. A los siete años era ya uno de los cientos de niños de la calle que vivían en el centro de la ciudad y por los alrededores de Bucareli, mendigando cuando no vendía chicles, periódicos o lo que fuera para no morir de hambre.
No exageraba cuando al recordar su infancia, afirmó que todo su contexto social había sido el mismo que el de la película Los Olvidados, de Luis Buñuel.
Con seguridad, quienes bautizaron como Pata de Perro al presente suplemento quincenal de cultura no tenían en mente al niño de la Candelaria de los Patos.
Pero es una coincidencia feliz, porque de alguna u otra manera enlaza con uno de los temas centrales de esta columna: la imagen.
El pequeño no tenía manera de saberlo, pero esas apariciones que lo llenaban de temor y fascinación no eran otra cosa que la vida diaria desarrollada en el patio de la vecindad, proyectada al pasar la luz del exterior a través de los hoyos de la puerta.
Tampoco podía saberlo entonces, pero él, Héctor García, el Pata de Perro que llegó a ser uno de los mejores fotógrafos de México, a quien su vocación llevaría muy lejos, ya desde su pobrísima infancia en aquel oscuro cuarto había vivido, tal como muchos años después pudo expresarlo, en “el vientre de la fotografía”.