Cultura

El editor y el colaborador: El encuentro (3)

  • 30-30
  • El editor y el colaborador: El encuentro (3)
  • Fernando Fabio Sánchez

“Es verdad que la fruta es, para el paladar, una sorpresa”, repetí las palabras del doctor Nicholson cuando probé el pastel.

“Siendo usted escocés, me pareció que era el platillo más adecuado para recibirlo”, dijo él. “Aunque imagino que lo ha de comer frecuentemente en casa”.

“No se equivoca, doctor Nicholson, la cocina de mi mujer es espléndida”, respondí.

El doctor Minor no manifestó signo ni palabra.

“Veo, doctor Minor”, dije yo para cambiar de tema, “que su biblioteca es impresionante”.

El rostro del doctor Minor se iluminó.

“Por fortuna, he podido mantener una relación con anticuarios de Londres, Nueva York y Boston. 

La señora Merrett hace algunas gestiones y me trae los libros porque yo no puedo salir del asilo”, dijo el doctor Minor.

“¿La señora Merrett?”, pregunté.

El doctor Minor guardó silencio.

Recordé que la señora Merrett era la viuda del hombre que el doctor Minor había asesinado.

El doctor Nicholson me diría después que el doctor Minor ofrecía una parte de sus ingresos a la viuda del hombre cuya muerte causó, y que ella lo visitaba con frecuencia.

“Bueno”, intervino el doctor Nicholson, “el doctor Minor también recibe, aquí mismo en su celda, a distinguidas personalidades. Algunos de ellos le regalan libros. 

No obstante, muy pocas se han sentado a tomar el té y comer pastel como lo hemos hecho nosotros tres”.

Y es que algunos sólo deseaban verlo trabajar. Para muchos, el doctor Minor era una curiosidad de circo.

Aunque —supuse— los “admiradores” representaban también una red de apoyo.

Me di cuenta, al observar los estantes, que había revistas recién publicadas de “The Spectator” y “Outlook”. Alguien debía enviarle esta última desde Connecticut.

“Me disculparán ustedes”, dijo el doctor Nicholson. “El deber me llama. Tendré que dejarlos solos. 

He dado instrucciones de que, si lo desean, los escolten hasta el patio. Quizá se les antoje caminar y sentir un poco de aire fresco”.

Luego salió de la celda y el doctor Minor y yo nos quedamos frente a frente.

“¿Es usted creyente del señor Jesucristo, doctor Minor?”, le pregunté yo.

El doctor Minor parecía buscar una respuesta en su cabeza. Después de un breve silencio, dijo:

“Desciendo de Cristianos Congregacionalistas. Pero en lo que a mí concierne, podría decir que soy ateo”.

“Ah”, respondí yo.

“He leído con mucho cuidado a T. H. Huxley”, comentó el doctor Minor.

“Lo conozco. Es el biólogo y filósofo que acuñó el término ‘agnóstico’”, dije yo.

“Al leerlo”, continuó Minor, “reconozco que las leyes naturales pueden explicar todos los fenómenos existentes. 

Ante tal escenario, no encuentro una necesidad lógica para la existencia de Dios”.

Yo lo observaba con paciencia y misericordia como —pensé— lo vería Jesús.

“Deberíamos salir a tomar un poco de aire fresco”, propuse.

El doctor Minor se puso un abrigo negro y después una gorra con la ayuda de su asistente.

Aquel hombre de voz metálica y modales rígidos nos observó con curiosidad, pues yo también portaba abrigo negro y gorra.

“Deberíamos avisar a los guardias que usted no es paciente del asilo, doctor Murray”, dijo el hombre, “no vaya a ser que no lo dejen salir al final de la visita”.

El doctor Minor y yo nos miramos. “Ja ja ja”, nos reímos al unísono.

Caminamos por el pasto enverdecido por la humedad del invierno, intercambiando palabras raras y su significado.

Confirmé que el doctor Minor era una persona tan sana —o loca— como yo.

Era un hombre cultivado, un académico en regla, con gustos artísticos y un fino carácter cristiano (aunque se hubiera definido como ateo).

Así transcurrió nuestro primer encuentro, en el mes de enero de 1891.

Desde aquel día, el doctor Minor y yo nos vimos con regularidad a lo largo de 20 años.

Entendí también que el doctor Minor tomaba con resignación la estancia en su triste morada, aquejado por la pena que le provocaban las restricciones voluntarias y no voluntarias.

Hubo ocasiones en que el doctor Nicholson nos invitó a los dos a tomar el té en su oficina.

Más de una vez me acompañó mi esposa y ella se quedaba charlando con el doctor Nicholson y su familia en la magnífica casa del asilo que había sido acondicionada para ellos, mientras que yo y Minor nos dedicábamos a escrutar los libros en la celda o caminábamos por el patio del asilo.

Siempre había tristeza cuando llegaba el final de la reunión.

Las llaves entraban en las cerraduras y luego giraban, produciendo el sonido del encierro. 

Así, el doctor Minor se quedaba solo, atrapado en el mundo que había fabricado para sí.

Al otro día en la mañana, jalaba con el dedo un libro del estante, localizaba una palabra y, luego de sumergir una de sus plumas en el frasquito de tinta, escribía otra carta que llegaría puntual al Scripturium, donde yo la leería con gran afecto y alegría.

* Recreación basada en The Professor and The Madman (1988) de Simon Winchester.

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