En los titulares del fin de semana había sobre todo noticia de las olimpiadas, algo sobre la pandemia, las vacunas, y una y otra vez lo que dijo un político, lo que dijo otro, hasta dos y tres de esos fatigosos dimes y diretes en una portada. En páginas interiores, en la sección “estados”, algo había sobre la situación de guerra civil en Aguililla, la nueva insurrección en Pantelhó, las partidas de autodefensas en La Montaña de Guerrero, y todo ello se explica, cuando se explica, mediante los narcos, los cárteles. La organización del espacio de la prensa lo dice casi todo.
Ese problema local, mejor dicho: esa serie de problemas locales son el problema nacional. Hay que repetirlo, en algunas regiones del país la violencia estructura las relaciones sociales: la explotación de recursos, la extracción de rentas, los sistemas de comunicación e intercambio, la explotación de los recursos del Estado. Es la expresión límite de la crisis de nuestro régimen territorial. Tenemos un problema estratégico en la distancia entre México-Norte y México-Sur, y tenemos también un problema político de jurisdicción, orden, autoridad, de los tres niveles de gobierno.
Es un problema de siempre, producto de la geografía, de los hechos demográficos más elementales. En los siglos en que el territorio fue parte de la Monarquía Católica hubo dos soluciones distintas: los Habsburgo diseñaron un sistema imperial, que hoy parece arcaico, mediante el acomodo de un sinnúmero de jurisdicciones, fueros, corporaciones, estamentos, con márgenes de autogobierno más o menos formal o informal; los Borbones ensayaron un sistema estatal, que se quería que fuese racional, uniforme, de control mucho más eficaz, centralizado. Es un contraste que siempre convendría estudiar de nuevo.
La disyuntiva se planteó en el siglo XIX entre un sistema de municipios, con autoridades electas, y un sistema de jefes políticos nombrados desde el centro. En esa alternativa estuvo el país un siglo, oscilando entre la fuerza centrífuga de los gobiernos locales y la voluntad centralizadora de la Ciudad de México. La revolución optó por un régimen municipal atemperado por el partido oficial que funcionaba como recurso de mediación —en ambos sentidos. El sistema se disolvió más o menos aceleradamente en las décadas del cambio de siglo, y desde el año 2000 tenemos un régimen territorial inoperante, con gobernadores que tienen demasiado poder y demasiado poco, y presidentes municipales librados a la deriva.
El gobierno actual ha imaginado otro orden territorial que consiste en introducir de nuevo el sistema de jefes políticos para condicionar el gobierno local, pero mediante el Ejército. Se ha diseñado una nueva división territorial del país, con unas 260 circunscripciones, cada una con un cuartel, un destacamento del ejército desplegado permanentemente, con amplias facultades, y una autoridad militar. Sin cambiar la constitución, sin cambiar siquiera de retórica, hay una transformación de la geografía política del país que es un último intento de hacer gobernable una periferia refractaria, que la Ciudad de México no entiende —o someterla.
Fernando Escalante Gonzalbo