Un par de fuertes películas que vinculan terribles situaciones en torno a la maternidad, tanto buscada como espontánea, atrapada en prejuicios religiosos o sociales de cada una de las épocas retratadas: dos mujeres que experimentan la absoluta soledad, indiferencia y abandono de quienes las rodean y de las estructuras sociales, a pesar de los intentos de sus respectivas parejas, al final infructuosos, por salvarlas de su inevitable descenso a los infiernos terrenales o celestiales, según las creencias correspondientes.
De los poblados austriacos en el siglo xviii a los años de la primera posguerra en Dinamarca, transitamos por las profundas dificultades físicas, económicas y psicológicas por las que atraviesan estas dos mujeres, atrapadas en escenarios de precariedad en los que desempeñaban un papel remitido al hogar o la crianza, o bien a labores productivas para la sobrevivencia, subsumidas frente a las exigencias que se les imponían: embarazarse de inmediato, renunciar a las intenciones de construir una nueva pareja o quedarse atrapadas en la rutina laboral.
Con un poderoso prólogo en el que vemos a una mujer arrojar a un bebé al precipicio para luego confesarse y ser ejecutada, El baño del diablo (Austria-Alemania, 2024) sigue a una mujer recién casada (Anja Plaschg, expresiva) que, a pesar de quererlo, no puede tener hijos dadas las preferencias sexuales de su afable esposo (David Scheid), subyugado por la madre y angustiado por el suicidio del hombre de quien presumiblemente estaba enamorado: un vínculo que acaso ni él mismo terminaba por comprender.
Ante esta situación, la protagonista entra en una espiral de paulatina pérdida de cordura y sentido de la vida, apenas sostenida por el encuentro de algún bebé, una charla con otra joven embarazada y la fe depositada en que podrá eventualmente embarazarse; mientras tanto, soportar la faena del lavado de ropa, la pesca y el cuidado de los animales, para dejar paulatinamente de encontrarle sentido a su vida y enfrentarse a la posibilidad del suicidio, si bien la creencia la detenía por aquello de que se iba a ir derecho a los infiernos.
Dirigida a fuego lento por la dupla conformada por Severin Fiala y Veronika Franz (La cabaña siniestra, 2019; Dulces sueños, Mamá, 2014), la cinta se inscribe en los territorios del folk horror con un aplastante realismo que se consigue gracias a un cuidadoso diseño de producción, actuaciones contundentes -incluyendo a los extras- y una fotografía que se regodea con las tomas abiertas en el bosque y los valles, en contraste con los interiores cochambrosos, jugando con las posibilidades de la iluminación.
Por su parte, La chica de la aguja (Dinamarca y otros, 2024) presenta a una joven obrera (Vic Carmen Sonne, valiente y angustiada) cuyo esposo se fue a la guerra y ante su probable desaparición, inicia un romance con el dueño de la fábrica en la que trabaja; tras quedar embarazada y ser rechazada vuelve con su esposo reaparecido, ahora con el rostro desfigurado y brotes sicóticos provocados por su experiencia bélica. Una vez que nace su hija, entra en contacto con una misteriosa mujer que dice dedicarse a colocar recién nacidos en familias que los puedan atender (inspirada en la asesina serial Dagmar Overbye e interpretada con severidad por Trine Dyrholm).
Dirigido y coescrito por Magnus Von Horn junto con Line Langebek Knudsen, el filme se entromete en las callejuelas de Copenhague para seguir, en elusivo y vaporoso blanco y negro, los circuitos de sobrevivencia de la mujer, incluyendo los baños públicos, el circo de fenómenos donde se reencuentra con el marido y la tienda de dulces que sirve como fachada a la recepción de bebés, a donde llega para vivir ahí y fungir como nodriza, tras ser víctima del desprecio clasista de quien pudiera haber sido su suegra. Queda la batalla de una mujer que trata de seguir adelante en condiciones adversas que parecen presentarse continuamente, cada vez más desoladoras y desconcertantes.