En términos generales, un grupo terrorista es definido a partir de la forma en la que usa la violencia para conseguir fines políticos o ideológicos: sus ataques buscan sembrar el miedo entre la población civil como una forma extrema de presión ante sus enemigos, en particular gobiernos o estados a quienes se busca coaccionar. Recientemente, el concepto ha sido utilizado para justificar intervenciones militares o acciones invasoras por parte de alguna potencia sobre otra nación. Una discusión actual, por ejemplo, es si se debe etiquetar a los cárteles de la droga con este apelativo, si bien no persiguen propósitos más allá de extender sus ganancias y poder.
Junto con el IRA, la organización nacionalista vasca conocida como Euskadi ta Askatasuna (ETA) fue una de las más representativas a lo largo del siglo XX y parte del XXI: su propósito esencial era conseguir la independencia del País Vasco e implantar un estado socialista; ha sido objeto de diversas novelas, películas y series, como la polémica trilogía de Imanol Uribe (El proceso de Burgos, 1979; La fuga de Segovia, 1981; La muerte de Mikel, 1983); El lobo (Courtois, 2004), que sigue a un inflitrado en los setenta; Lasa y Zabala (Malo, 2014), acerca de un par de integrantes que fueron desaparecidos y torturados por los grupos antiterroristas; el abarcativo documental El fin de ETA (Webster, 2017); Fe de Erratas (Cobeaga, 2017), con su toque de humor negro y, por supuesto, la monumental Patria (2016), novela de Fernando Aramburu vuelta cuidadosa miniserie en el 2020 y en la que se observa una perspectiva amplia y sensible sobre cómo este conflicto estalló entre amigos y vecinos.
Con base en las vivencias de una policía veinteañera que se adentró en la llamada izquierda abertzale para colaborar con el desmembramiento del comando Donosti, La infiltrada (España, 2024) es un thriller político que sigue con idas y vueltas en el tiempo desde el reclutamiento, inserción y acción de una valiente joven decidida a romper todo lazo afectivo, salvo por su gato, para asumir otra identidad y hacerse pasar por miembra de la organización durante los años noventa (Carolina Yuste, en fuerte viaje emocional), tras ser invitada a la misión por un enérgico jefe (Luis Tosar, decidido y en posición contraria a su papel en Celda 211 [Monzón, 2009]), siempre al pendiente, convencido de que no se sospecharía de una mujer y en constante pleito con el aparato burocrático.
Arantxa Echevarría dirige con el necesario nervio y tensión, centrándose en la experiencia de la protagonista y brindando un contexto más bien general, sin profundizar en otro tipo de circunstancias políticas; la vertiente feminista, ya explorada por la directora en Carmen y Lola (2018), no sólo se expresa en el heroísmo de la joven encubierta, sino también en la también valiente mujer embarazada que forma parte del grupo policiaco de apoyo (Nausicaa Bonnín, decidida), enfrentando las dudas y resistencias veladas de algunos de sus colegas más enfocados en protegerla por su condición no sólo de futura madre, sino de mujer.
La perspectiva privilegia al operativo y a las acciones del grupo policiaco, si bien se muestra cierta humanidad en una compañera de lucha y en uno de los etarras (Iñigo Gastesi, a la espera), que contrasta con el otro recién llegado y con más experiencia (un intimidante Diego Anido, tan intenso como en Las Bestias [Sorogoyen, 2022)], ambos viviendo en el piso con la joven policía que ha aprendido a fingir y al mismo tiempo poner límites, aunque a solas se rompa en llanto y desesperación, apenas escuchando la voz de su madre por el teléfono público: queda abierta la pregunta de qué motivó a esta mujer a romper con todo y aventurarse en una misión tan peligrosa y demandante, más allá de servir a su país.
A partir de un notable trabajo de edición, intersectando sucesos confluyentes, y una fotografía que combina las tomas abiertas para visualizar los operativos con la intromisión en los espacios cerrados, como los respectivos departamentos, se logran construir secuencias de genuina angustia, sobre todo las que se centran en la posibilidad de que la infiltrada sea descubierta, incluyendo sus viajes en coche, y en aquellas que muestran el seguimiento y la persecución de los terroristas, conservando la necesaria cuota de verosimilitud en todo momento.
ETA, con sus escisiones y variantes, duró poco más de 60 años entre repetidos anuncios de tregua, de 1959 al 2018, tiempo durante el cual asesinó a 853 personas e hirió a más de 6300. Inevitable pensar en el horror que vivimos en México, donde esa cifra de crímenes son cometidos cada 10 días, aproximadamente, desde hace más de quince años. Corremos el riesgo de la normalización.