Desde la década de los setenta, seguimos la epopeya vital de Grace y Gilbert, unos gemelos que tras pasar una peculiar y unida infancia y como sucedía en La vida de Calabacín (Barras, 2016), se quedaron huérfanos –su madre murió al parir y su malabarista padre francés falleció años después (Dominique Pinon)– son enviados a Canberra y Peth con sendas familias fanáticas de enfoque opuesto: una sectaria-religiosa absolutamente conservadora que incluso era en sí misma una especie de culto, integrada por cuatro hijos, el padre predicador y la desquiciada madre (Magda Szubanski, implacable), y la otra formada por un matrimonio sexualmente abierto, tendiente al new age y la superación personal que se la pasaba en su paraíso de placer.
Nos quedamos con Grace (voz confidente de Sarah Snook), nacida con labio leporino, quien nos cuenta su solitaria vida y la de su hermano (Kodi Smith-McPhee), con quien mantuvo contacto por carta: la llegada de la adolescencia y la juventud, hasta un cierto momento de la adultez, atravesando por situaciones propias o del contexto de abuso escolar y de confianza, alcoholismo, orfandad, terapias de conversión, depresión, cleptomanía, alzheimer y fetichismo por la gordura (anastimafilia) que lleva a provocar la obesidad en la pareja. Una existencia enfrentada a condiciones adversas del entorno y a disposiciones personales que impedían la posibilidad de socialización.
Pero no todo fueron dificultades: la protagonista tenía a sus caracoles, vivos y en figuras, como sus grandes acompañantes, además de un buen corazón para ayudar a los cercanos, como al juez caído en desgracia (Eric Bana), contar con la esperanza de volver a ver a su hermano y, sobre todo, con la amistad de Pinky (Jacki Weaver, desatada), una anciana que había hecho de todo y vivido como había querido –un poco recordando el optimismo a toda prueba de su afamado Harvie Krumpet (2003)– y con la que estableció un vínculo entrañable, lo suficientemente sólido como para resistir las decepciones que parecían no terminar, incluyendo el romance fallido con el poco confiable galán y la soledad persistente, siempre de vuelta.
Retomando elementos de su vida y con una combinación de humor, sensibilidad y melancolía, Adam Elliot (cortos Hermano, 1999; Primo, 1998; Tío, 1996), realizó la luminosa y conmovedora Memorias de un caracol (Australia, 2024), a partir un guion que se ramifica para desarrollar personajes multidimensionales, fortalecidos por la contribución de los distintos trabajos vocales, incluyendo el del maestro Nick Cave, quien aparece en romántico tono poético como el segundo marido de Pinky. Como hiciera en Mary and Max (2008), su primer largo, el director de Ernie Biscuit (2015) vuelve a entretejer relaciones improbables que trascienden los espacios y las diferencias para fortalecerse en la dificultad y servir como puente para sobrepasar las turbulencias emocionales.
Con un diseño artístico entre sombrío y cómico de acromático colorido, la puesta en escena representa todo un trabajo artesanal para desplegar la animación stop motion, acentuando los rasgos de los personajes que se sostienen en imaginativas escenografías saturadas de objetos alusivos, como los libros que leen, ciertos guiños culturales y los utensilios recurrentes, así como su amontonamiento en los espacios cerrados por donde suceden los eventos casi siempre desafortunados, con todo y el acompañamiento musical de Elena Kats-Chernin y la Australian Chamber Orchestra que transitan del tono emotivo al apunte juguetón, justo a tono para acentuar el contraste de los momentos por los que atraviesa la entrañable Grace.
Morir para dar vida como señal oportuna antes de tomar una mala y definitiva decisión, tal como sucede en el caso de los moluscos gasterópodos, recordar la última palabra de la amiga y atreverse a salir de la concha a pesar de la constante pérdida y el contexto plagado de obstáculos, deshacerse de la pesada carga con la que se ha sobrevivido, salvo el gorro tejido cargado de significado, justo para que al fin se descubra y practique la propia vocación y, de manera inesperada y cuando ya parecería demasiado tarde, encontrarse con que la magia, en efecto, existe.