Una de las necesidades más urgentes para la Ciudad de México y la zona metropolitana es contar con un aeropuerto a la altura de las necesidades presentes y futuras. Vicente Fox lo intentó, fue rehén del radicalismo comunitario de Atenco manifiesto en machetes y de la incapacidad política para hacer realidad una obra de tal magnitud. En su lugar se emprendió la modernización del aeropuerto con la creación de la terminal 2. Una respuesta cara y mala, pero sobre todo una solución insatisfactoria y sin perspectiva, como lo muestra el creciente uso de estaciones remotas.
En enero de 2008, en el gobierno de Felipe Calderón, autoridades de la SCT filtraron que la ciudad tendría nuevo aeropuerto en 2012, que no recurrirían a la expropiación porque habría de realizarse en terrenos federales en Texcoco. Nada ocurrió, seguramente fue una propuesta interna que no contó con el aval presidencial.
Decisiones pospuestas ante un problema urgente de solución. Se habilitaron los aeropuertos de Toluca, Puebla y Querétaro, pero no dio resultado. El aeropuerto de México es caro, malo y deficientemente administrado. Su director pretende que los usuarios se acostumbren a un trato de tercera y un aeropuerto de quinta. Se cedió a la pretensión de las líneas aéreas que operaban en Toluca y ahora la saturación y el mal servicio es la marca de la casa. Es habitual que los pasajeros escuchen la mala e innoble disculpa de la línea aérea de que el vuelo está demorado por el tráfico aéreo en la Ciudad de México.
En septiembre de 2014, el presidente Peña Nieto anunció el proyecto del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, el que se construiría en la zona contigua al actual. Se seleccionó al despacho inglés de Norman Foster y su socio mexicano Fernando Romero para hacer realidad el proyecto. Se anunció que en la primera etapa contará con tres pistas y en una segunda con otras tres. De inicio el Presidente anticipó que las operaciones comenzarían más allá de su gestión; la SCT precisó que sería hasta octubre de 2020.
Andrés Manuel López Obrador y sus partidarios se opusieron al cambio y en noviembre de 2015 presentaron propuesta alterna; propusieron continuar operando el mismo aeropuerto y complementar con el militar de Santa Lucía, en las proximidades del Valle de México. AMLO se puso en manos de despachos sin experiencia en la materia y no previeron un aspecto básico del problema, la cuestión no solo está en las pistas o en las terminales, sino en el espacio aéreo. La opción es técnicamente inviable.
La discordia reciente ya no es sobre el aeropuerto a construir, sino el destino que se le daría a los terrenos del actual aeropuerto. El gobierno de Mancera ha echado a andar a su secretario de Desarrollo Económico, el dos veces converso Salomón Chertorivsky, por la disputa de más de 700 hectáreas que habrían de desocuparse hasta la otra administración. La postura del Gobierno de la Ciudad de México es poco elegante, de evidente oportunismo y al igual que el gobierno federal debiera dejar que sean las administraciones subsecuentes las que tomen la decisión final. No está demás el diálogo y las opiniones, pero no los arrebatos que poco tienen de inteligente y sí mucho de futurismo.
Un error es asumir que debe ser la "opinión de la ciudad" la que decida sobre un patrimonio que es de todo el país y que incide en el bienestar no solo de los habitantes del ex Distrito Federal. Esa forma de demagogia fue la que acabó con el proyecto Corredor Cultural Chapultepec. Si se tratara de consensuar las obras públicas, nada se haría. Es natural que la población se resista al cambio, además este tipo de expedientes los resuelve una minoría de la minoría. Las consultas visten a quien lo propone, pero anulan la capacidad de hacer y resolver, por ello las grandes obras, aquí y en cualquier parte, se realizan a contrapelo de una sociedad expectante y de una minoría vociferante.
Los terrenos del aeropuerto dan para mucho. Por ejemplo, ya se ha dicho, un espacio universitario. Sí, pero la Ciudad de México es la única entidad, incluso bajo el nuevo esquema constitucional, que no se hace cargo de la educación y salud. La entidad más rica y, a su vez, la menos entendida de dos temas fundamentales de política social.
Los terrenos son propiedad de la nación. No son de los gobiernos. Allí, con visión, al margen del oportunismo político que ha mostrado Mancera, debe invitarse a muchos a repensar qué debe hacerse con ese rico patrimonio inmobiliario. Que por primera vez los políticos hagan uso de imaginación y con tiempo den lugar para que las mejores mentes de la sociedad mexicana piensen y propongan qué hacer y dejen a los futuros gobernantes tomar la última decisión.
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