Durante años, el movimiento feminista ha luchado por la despenalización del aborto y al mismo tiempo se ha permitido forjar un discurso testificador del derecho penal. Esto encierra una contradicción. Que solamente mediante la victimización hayamos podido legitimar las demandas políticas feministas, ha derivado en el punitivismo como estrategia política. Buscando construir entornos sociales menos violentos para las mujeres, la demanda por la ampliación de los tipos penales, las medidas cautelares y el aumento de penas se han posicionado sobre otras políticas sociales y de redistribución, incluso sobre la lucha de derechos reproductivos.
Últimamente parecería haber consenso entre las distintas fuerzas políticas del Congreso sobre que la agenda de género es necesaria, lo que seguramente se debe a la conquista de la paridad y a la nueva integración de las cámaras legislativas. La paridad ha transformado el lenguaje mismo de la política y la manera de interpretar las reglas del juego democrático. Lamentablemente, bajo ese acuerdo ha crecido principalmente la agenda que garantiza un piso parejo en las contiendas electorales y las que buscan solución penal a las violencias. Prueba de ello es la reciente tipificación de la violencia política de género como delito imponiendo en promedio una sentencia de 1 a 3 años de prisión a quien lo cometa. Esto indica que quizá nuestras representantas han olvidado la transversalización de la perspectiva de género, aunque también da cuenta de que muchas de quienes nos representan han sufrido violencia política de género en algún punto de su carrera.
Una parte del movimiento se limitó a buscar la igualdad judicial, mientras otra aprovechó un acuerdo con cierta agenda que la derecha compró para legitimarse. Son las diputadas del PAN, el partido conservador, las primeras en impulsar, aunque con el apoyo de la izquierda, el castigo penal ante los feminicidios, el acoso sexual y político, pero, a cambio, se rehúsan a despenalizar el aborto y a impulsar políticas firmes de redistribución del ingreso. No es casualidad. Desde los años 90, el discurso punitivista ha sido el propio del neoliberalismo para disciplinar las exclusiones del sistema, para suspender el conflicto social. Es una suerte de autoengaño instrumentalizado por el feminismo institucionalizado –más bien mujerismo despolitizador—, ese que no cuestiona las relaciones de poder, sino, simplemente, pretende suplantar a los directivos de grupos sociales y corporativos opresores por directivas.
Abunda la falsa creencia de que el aumento de penas funciona como un elemento disuasivo, pero las instituciones que reproducen relaciones asimétricas de poder entre hombres y mujeres –favoreciendo a los hombres— no se enderezan con cárceles, ni con el temor a sus puertas. En esto el movimiento feminista y el feminismo institucional se encontraron, pues, en los últimos años, las marchas feministas desembocaban en la exigencia colectiva de prisión preventiva para violadores y feminicidas (cabe mencionar que estos delitos fueron adheridos a la reforma constitucional del artículo 19, párrafo segundo, en materia de prisión preventiva oficiosa). Está bien, pero puede ser un ansiolítico engañoso: de nada sirve aumentar las penas o recluir durante el proceso a feminicidas o violadores si no se activa la creatividad para no terminar siempre en un sistema donde no se repara el daño a las víctimas y tampoco se rehabilita ni contiene realmente a los victimarios.
Estefanía Veloz