Todos hemos sido traicionados o fuimos cómplices de algún engaño. Sabiendo o sin saber, resulta imposible escapar del inflexible destino.
Belleza, traición y desgracia acompañan a Thomas Mann (1875-1955) en las páginas de su obra como si lo bello tuviera que ser trágico o, contrariamente, no pudiera existir.
El ideal estético resulta algo real; sin embargo, parece siempre inalcanzable como Tadzio durante Muerte en Venecia y el joven del que se enamora Rosalie, La engañada (Ediciones Edhasa). Durante ambas novelas el amor es infame y hay alguien cuyo patetismo no hallará tregua.
Una mujer madura queda prendada del maestro que con frecuencia visita su casa. Un soplo de vida para Rosalie, madre de Anna, significa el muchacho. Así inicia una lucha entre voluntad y destino que, aunque desemboca en amargura, ella pelea.
“Nacida en primavera, criatura de mayo, Rosalie había festejado el día en que cumplía sus cincuenta años con sus hijos y diez o doce amigos (…) Entre el chocar de las copas y los brindis, ya graves ya jocosos, se había manifestado alegre en medio de la alegría general… no sin realizar algún esfuerzo; pues desde hacía bastante tiempo, y precisamente en aquella noche, se veía afectada por cierto fenómeno de crisis orgánica: la extinción de su condición física de mujer”.
Ansiedad, melancolía y frustración ocurren con frecuencia porque Mann insiste en que la miseria puede devenir bondad y gracia. Sus protagonistas lo experimentan aun sabiendo que hallarán la muerte.