Además de escribir, el autor debe cuestionarse qué significa este oficio en una época en la que resulta tan común practicarlo. Sucede lo mismo con otras vocaciones artísticas. Walter Benjamin publicó La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica quizá como una queja encubierta hacia los mercenarios y farsantes que lucran con ella. Thomas Mann dedicó un ensayo al papel del traductor, destacando que al convertir a otro idioma prosa o poesía necesita procurarse, además de la semántica, el trasfondo. Así han ido publicándose ensayos que remarcan la idea de preservar la esencia del creador.
Tener un mayor acceso en términos mediáticos no implica que se difunda algo que merezca atenderse. La publicidad recurre a métodos tramposos de divulgación. El escritor precisa velar por una integridad en la calidad de lo que publica: puede que no guste, que tampoco complazca y que inclusive quede marginado. A través de cualquier flanco atacan las futilidades, tanta diversidad no promueve la apertura del criterio sino su saturación e inclusive lo limita.
Al criticar se corre el riesgo de parecer resentido, pero no dar halagos inmerecidos ni rendir pleitesía gratuita son derechos que pocos respetan. En los tiempos de Rachel Carson aún podían aventurarse sentencias temerarias, como que escribir aquello que pensamos con sinceridad basta para captar la atención de multitudes.
Desatender el presente inmediato y apremiante es inadmisible. Sin embargo, hay que elegir desde qué perspectiva abordarlo. Lo original no surge de prolongar tendencias, de empadronar, como escribe César Vallejo, al espíritu en ninguna consigna política. La sociedad voraz, el individuo desmedido, la historia se confunde y de la confusión, ¿cuál discurso admisible surge? Ninguno que merezca equipararse con la cualidad que constituye el atributo fundamental del escritor: lucidez.