Existía, aunque hoy nos parecería impensable, en la época joven de nuestros padres y abuelos, un juego de mesa al que solían acudir sobre todo las niñas, llamado “La solterona”; juego de cartas y manos que, ser relacionado con el ambiente viciado los adictos al juego que dilapidaban tanto lo propio como lo ajeno, consistía en una práctica aceptable.
Heredado igual que el Poker, el Black Jack o el Texas Hold´em, como todos nuestros vicios hispanoamericanos, del mundo sajón y protestante, la Old Maid (“Doncella vieja”) como se le conocía originalmente a este juego nacido en la época victoriana, solía ser muy popular.
Consistía en una serie de barajas con muy diversos personajes en el reverso—desde un abuelito con barba a lo Eduardo VII hasta una niña con balón y sonrisa pícara—donde había que evitar a toda costa el terminar con una muy particular carta en mano que no era otra que la que mostraba o a una arrugadísima mujer de la tercera edad, adornada con una estola de mink y una tiara, con abanico en mano; o el de una mujer satirizada con cabello ondulado y sombrero con tocado de flores—sin duda la representación más “inocente”—o la más cáustica de las tres: una mujer con chongo y lentes, con nariz y ojos desproporcionados, de mirada amenazante algunas veces o circundada por corazones.
Conscientes en mayor medida de evitar la sátira y el lugar común que solía denigrar a la mujer o suscribirla exclusivamente a la vida conyugal,—sin reparar en su elección personal o en su realización individual más allá de este ámbito al que se le confinaba—quienes optan por este estado, sean hombres y mujeres, lo hacen ahora por decisión propia y con dignidad de sobra (más que la de quienes se casan por convencionalismo social o por intereses mezquinos) sin que ello implique ya una satirización brutal por parte de la sociedad.
Sin duda, un avance en medio de un mundo polarizado hasta el absurdo por el marxismo cultural: entre el machismo, el feminismo y otras taras sociales (y mentales) que pretenden encasillar al hombre y la mujer a ciertos roles antagónicos, emasculándolos de su esencia individual y hasta de su propia naturaleza.