La suspensión provisional concedida uno de los primeros días del pasado mes de agosto al Poder Ejecutivo del Estado de Chihuahua, en la controversia constitucional 400/2023, cumplió su propósito: incentivar la lucha ideológica, no solamente contra el Gobierno de la 4T, sino también, y de manera más contundente, contra el monopolio de la política educativa del Estado aplicable al nivel básico, la cual ha sido institucionalizada desde la Constitución de 1857.
En todos los estratos sociales hay muchos respetables padres y madres de familia que creen, imperturbablemente, que es a ellos a quienes por Derecho natural les corresponde decidir el tipo de educación que se debe proporcionar a sus hijos, no al Estado; y no es desatando más las pasiones como se tiene que lograr acuerdos razonables con estos grupos sociales.
Ahora bien, esas voces inconformes con la educación pública básica, voces que quisieran que la educación siguiera siendo una función de la Iglesia, no del Estado, encuentran eco en la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN).
He ahí por qué, aunque bien se sabía que por disposición de la Ley de Amparo no procedía en la referida controversia la suspensión provisional por afectar el interés público, y por ser la distribución de los libros de texto gratuitos una función del Gobierno federal, se decidió conceder la suspensión provisional al Gobierno de Chihuahua. Obvio, para echarle gasolina al fuego.
Pues bien, este caso es un ejemplo más de la inconveniencia de que la SCJN se haga cargo de la justicia constitucional. Justicia que, según Pablo Mijangos (en su libro Historia mínima de la Corte de Justicia de México), de 1995 a 2015 se ocupó más de asuntos electorales y fiscales que de derechos humanos.
Van las cifras: 45% de los asuntos fue de leyes electorales; 30% de asuntos fiscales, y solo el 2% fue de asuntos de derechos humanos. Urge un nuevo modelo de Tribunal de la Constitución para despolitizar la SCJN, el cual, como acontece en otros países, no debe ser parte del sistema ordinario de justicia.