El conflicto es inherente a la convivencia social. Las leyes, instituciones y la moral pública, conforman un triángulo a través del cual la sociedad minimiza el riesgo explosivo del conflicto y lo encauza cuando se presenta.
Pero, ¿qué sucede cuando precisamente las leyes, instituciones y una moral pública que de facto pervierte los fundamentales de la conducta cívica son el origen del conflicto? División, polarización y, bajo ciertas circunstancias, violencia.
Algo aprendió Abraham Lincoln durante cuatro años de guerra civil con él al frente del gobierno federal y con la misión de mantener unido a su país.
Respecto a la división, Lincoln dejó dicho: “Una casa dividida contra sí misma, no puede mantenerse en pie”.
Las lecciones de la historia al respecto son abrumadoras. Y lo mismo de la decadencia de grandes imperios, que el rezago de ciudades y entidades enfrascadas en la división y el conflicto permanente.
Recomponer la moral pública, recuperar la confianza en las instituciones y retomar el gobierno de la ley, no es cosa fácil ni tarea de un día para otro. Cuando se ha pervertido el sentido de ese triángulo virtuoso fundamental para la convivencia social, emerge como necesidad el talento político de las personas.
No puede convocarse a la unidad en torno a la defensa de lo que precisamente ha provocado la división y el encono.
No funcionan los llamados a la reconciliación cuando hacen del olvido y la impunidad la piedra angular de un nuevo futuro.
Y atizar la polarización, solo retrasa la cordialidad política necesaria para reemprender el camino hacia la consecución de metas comunes.
En momentos así, el talento político se expresa en la capacidad de ir a la raíz del conflicto no en la ferocidad con que se defiende un interés cuestionado. En situaciones semejantes se espera que el interés común superior prevalezca sobre las ganancias apuntaladas en la perversión de lo público.
Cuando una casa no logra dirimir su división hay que recurrir a un tercero, antes de terminar demolida.
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