Augusto Pinochet era un vampiro. Una premisa así de fantasiosa puede al final de todo tener tanto sentido como la repulsión que provoca el incómodo acercamiento hecho por Pablo Larraín a la figura del dictador más afamado de Latinoamérica.
El Conde es una experiencia cinematográfica que no entra en la categoría imperante del “Me Gusta” o “No me gusta”, ya que, como toda provocación, cada quien asume por su cuenta el concilio de las emociones imprevistas desatadas junto con el yugo de su propio pensamiento.
Me ha tocado conocer el régimen de terror impuesto en Chile tras el golpe a Allende, a través de los ojos de Patricio Guzmán y Miguel Littín, o bien, mediante largas charlas con la maestra Mónica González y ciertas lecturas nocturnas de Roberto Bolaño, Pedro Lemebel y Nicanor Parra, pero la más reciente película de Larraín exige otra forma de abordaje.
Cincuenta años después, aunque aún hay bastantes historias de víctimas necesarias de recordar, es pertinente también ajustar cuentas con el victimario principal y el círculo más íntimo de su nefasta jauría. El Conde lo hace desde la sátira. Una sátira desorbitante que por momentos me hacía querer salir de la sala y, en otros, apreciar la belleza que se me revelaba al cuestionar la verdad que hay en un asesino psicótico carente de compasión y conciencia alguna como Pinochet.
Quizá los latinoamericanos, siempre con prisa por buscar superar los traumas históricos del momento, no estamos acostumbrados a desear comprender las pesadillas que dominaron nuestras noches. Tenemos el terror tan arraigado que cuesta explorar aquello que nos ha perturbado el sueño y, más aún, vencer el pudor para intentar abordar estos eventos y personajes desde la locura de la imaginación.
Muchas cosas que nos atormentan, indignan y repugnan desfilan por El Conde, pero también otras que nos redimen, divierten y reforman. “Lo terrible está encerrado en lo bello, lo mismo que lo bello en lo terrible”, devela Tarkovsky al reivindicar el cine como dispositivo en el que nos miramos ante el espejo para cuestionarnos la existencia.
Por más que refinen sus relatos rancios y se acicalen el ego con estatuas de cartón o piedra, en toda dictadura subyace siempre una pulsión bestial y la más lóbrega estupidez. Eso es parte de lo que plantea El Conde: el asco también es una catarsis.