La cumbia colombiana regiomontana, ese género musical que el acordeonista Celso Piña llevó a su máxima expresión, irradió en Monterrey una subcultura popular que durante algún tiempo permaneció marginada de una metrópoli elitista negada a reconocerla.
El primer cronista interesado en relatarla fue un oriundo de la Hacienda Larraldeña, Sabinas Hidalgo, Nuevo León, llamado Nicho Colombia, aunque usaba el seudónimo de Lorenzo Encinas Garza para remarcar su dualidad de antropólogo social de formación y periodista cultural en la práctica.
Conocí a Nicho a finales de los noventa en el mítico Café Nuevo Brasil, cuando él trabajaba en el también desaparecido periódico El Sol. Seguimos en contacto y fuimos compañeros de andanzas y páginas aquí en Notivox hasta que, tras meses de padecimientos, falleció la semana pasada.
El interés por los jóvenes urbanos marginales lo llevó a descubrir el fervor vallenato de los barrios regios. Con perspectiva etnográfica se adentró en las pandillas de los ochenta, asumiendo un concepto de Pierre Bourdieu sobre el habitus: las pandillas juveniles regias eran una forma de habitar la ciudad que había que analizar con respeto porque, según decía Nicho, “en México el joven es lo que nunca es y la juventud es lo que siempre quiere ser: los jóvenes solo son visibles cuando son un problema”.
Su compromiso con la juventud marginal no era solo académico. Solía levantar la voz contra políticas que criminalizaban la vida juvenil. Llamaba seguido a sus amigos y conocidos para buscar ayudar a algún chavo detenido injustamente o maltratado por la policía.
La Indepe, Sierra Ventana, La Campana y tantas otras colonias estigmatizadas eran su epicentro espiritual. Al descubrir el insospechado gusto que tenían los chavos de estos barrios por la música vallenata, acuñó el término cholombiano para nombrarlos. “Eran cholos de origen y adoptaron la música colombiana, pero en esencia siguen siendo cholos que recogen el simbolismo de los cholos de los años 70’s, incluso de los pachucos, porque los cholos son descendientes de los pachucos”, me explicó alguna vez.
La noche que me enteré de su muerte oí la Elegía a Jaime Molina de Rafael Escalona. Saludé también su recuerdo como entrañable juglar de una ciudad que extrañará su mirada digna y contracultural.
Diego Enrique Osorno