
Aunque predominan los recuerdos de la Segunda Guerra Mundial y los de la posterior división de la ciudad en dos ciudades mediante un muro manufacturado por la Guerra Fría, los berlineses de mi generación (nacidos en los ochenta), recuerdan sobre todo los días de abril de 1986 en los que el cielo de Berlín se oscureció de forma misteriosa.
Por aquel entonces, cerca de aquí, al norte de Ucrania, hubo una falla en una planta nuclear ubicada en la ciudad de Chernóbil, la cual generó la expulsión a la atmósfera de más de mil 200 toneladas de materiales radiactivos que viajaron por diversos cielos de Europa y África.
¿Qué hacías el día en que la nube radioactiva pasó por Berlín?, suelen preguntarse algunos berlineses, con cierta nostalgia apocalíptica. No importa que hayan sido berlineses del Este o del Oeste, ese recuerdo prevalece como un antes y después en sus vidas.
Por estos días en los que Ucrania, Chernóbil y lo nuclear han vuelto, resurge aquel recuerdo de un momento del mundo que hasta hace unas semanas parecía haber sido superado.
Por mi parte, una de las mañanas en las que empecé a sentarme a trabajar en Shakespeare and Sons, ha aparecido de repente y de manera extraña el recuerdo de un viejo alemán que participaba activamente apoyando la revuelta de Oaxaca en 2006. Siempre andaba vestido de negro, hablaba poco y solía usar una especie de bastón o vara de madera, así como una capucha negra para que no se notara su pelo rubio y su tez rojiza.
El viejo alemán era parte de algo que llamábamos “la brigada internacionalista” de la APPO, ya que había unas cuantas decenas de activistas extranjeros apoyando la instalación de barricadas, la toma de radios y la resistencia en general contra el gobierno despótico de Ulises Ruiz Ortiz.
Hay que precisar que la brigada internacionalista no era un cuerpo específico como tal, ya que los extranjeros (italianos, argentinos, gringos, españoles…) estaban dispersos en diversas comisiones y no necesariamente se conocían y coordinaban entre sí.
Además, el viejo alemán no participaba con ningún colectivo o comisión en especial, sino que solo se incorporaba a ciertas acciones, como tomas de edificios, marchas o enfrentamientos con fuerzas oficiales.
Lo recuerdo sobre todo en lo que se llamó la Batalla de Todos los Santos, en la cual la APPO enfrentó a la policía federal a cargo de Genaro García Luna y Eduardo Medina Mora e impidió que entraran y tomaran uno de sus bastiones: el campus de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca.
El viejo alemán se especializaba en recoger y alejar los cartuchos de gas lacrimógeno disparados por los federales en contra de los insurrectos. Lo hacía con una eficiencia que podía confundirse con arte.
No publiqué nada del viejo alemán en aquella cobertura que hice porque había muchas otras cosas más urgentes e importantes de contar en las notas que mandaba a la redacción para la edición del día siguiente.
Sin embargo, una mañana de escritura en Shakespeare and Sons reapareció el viejo alemán sin razón ni motivo aparente.
Por lo menos hasta ahora.
****
En la búsqueda de una peluquería que me ayudara a disimular mi vagabundez, dimos con Warschauer Street, una animada avenida que por ello me recordó Álvaro Obregón de la Colonia Roma en la Ciudad de México. Cerca de ahí hallé un lugar en el que un barbero sirio -refugiado de Aleppo- evitó que siguiera deambulando por aquí desaliñado y con apariencia despreocupada.
Pero en Warschauer encontré la que se volvió mi librería-cafetería preferida de Berlín. Y vaya que hay competencia, ya que Berlín tiene una serie de librerías fascinantes. Shakespeare and Sons, que por un momento vinculé con Shakespeare and Company, la librería de París considerada la más bella del mundo, aunque para mí lo es en realidad City Lights, de San Francisco, California.
Hasta donde indagué, Shakespeare and Sons no tiene nada que ver con Shakespeare and Company, pero habría que investigar más o por lo menos consultar al respecto al escritor y librerólogo global, Jordi Carrión.
Lo que sí puedo afirmar sin temor a equivocarme es que City Lights es una maravilla; Shakespeare and Company no la conozco.
Shakespeare and Sons no es una librería grande ni tampoco tiene un catálogo peculiar. De hecho es más famosa por sus bagels con cream cheese que por su oferta de libros. Sin embargo, es un lugar en el que hay buenos libros. En la mesa de recomendaciones de hoy está el guion de The French Dispath de Wes Anderson, cosas de John Berger, otras de Thomas Bernard, y una sección de libros usados con un diccionario pocket muy interesante.
Más allá de sus libros y bagels, poco a poco se fue volviendo un búnker alternativo a mi departamento del quinto piso.
Suelo ir por las mañanas a escribir o a revisar cosas, meterme a los diarios de Tarkovsky, leer poesía de Holderlin, releer novelas alemanas de Bolaño y consultar ensayos apocalípticos. Mi lugar preferido para ello es la barra que da a Warschauer Street, donde me gusta mirar de reojo el paso de los tranvías amarillos cada cierto tiempo y la gente del barrio de Friedrichshain que anda por aquí.
Pese a ser un lugar visitado diariamente y que la primera vez que lo conocí reparé en su posible conexión con la famosa librería francesa, no fue sino meses después cuando vi un post de instagram de la actriz Irene Azuela —con quien trabajé en la serie documental Los cuadros negros— que me pregunté sobre la identidad real de los hijos de Shakespeare.
Creo que antes de ver su alusión a un libro de Maggie O’Farrel sobre Hamnet, uno de los tres hijos que tuvo Shakespeare, nunca se activó en mí la curiosidad sobre la descendencia shakespeariana. Antes de eso quizá tenía la idea general y boba de que los hijos de Shakespeare éramos todos los que visitábamos una librería o leíamos un libro o algo por el estilo.
Pero no. El único hijo varón de Shakespeare, Hamnet, murió a los diez años de edad a causa de la peste bubónica.
Y a partir de eso, Shakespeare dejó de escribir comedias y enfocó su gran obra a la tragedia, incluyendo Hamlet, en cierta forma un homenaje para Hamnet.
Así ocurrió entonces está cuestión tan shakesperiana de los padres que pierden de manera trágica a sus hijos. Un asunto que hasta hace poco consideraba resultado de un poderoso arquetipo literario, pero que desde ahora siento más real que nada.
Diego Enrique Osorno