¿Las diferentes expresiones de la narcocultura como ciertos corridos tumbados o las llamadas narconovelas son consecuencia y reflejo de la situación económica, política y social en América Latina? ¿O estas narcoproducciones alientan y alimentan el espiral de sangre? ¿Prohibir estas expresiones resolvería los problemas que supuestamente exacerba? Estas son algunas de las preguntas que se ponen en el ojo público cada vez que, por ejemplo, se estrena una narcoserie o que una agrupación musical decide hacer más famoso a un narco; debate muy válido, dicho sea de paso.
Sin embargo, a la narcocultura hay que mirarla en su contexto y no como un fenómeno aislado, producto de la invención de algunos cuantos. La expansión del crimen organizado no se ha dado en el vacío, sino en sociedades marcadas por la desigualdad, la corrupción, la vulneración sistemática de derechos y la ausencia de Estado. Elementos como los narcocorridos, con su épica de ascenso social a través de la violencia, no son más que un espejo de un sistema en el que las oportunidades de movilidad legal son muy escasas. Las narconovelas, con su estética seductora del poder y la riqueza rápida, reflejan un imaginario colectivo donde el éxito parece reservado para quienes son “capaces” de romper las normas. En este sentido estricto, estas producciones no crean la violencia; la narran y la convierten en un producto de consumo.
Sin embargo, este reflejo no es neutral. La narrativa de que el narcotráfico es una vía legítima de éxito, reforzada una y otra vez en estas expresiones culturales, toma partido a su favor. Cuando la violencia se vuelve espectáculo, el sufrimiento de millones de víctimas y sus familias queda minimizado y la figura del criminal adquiere tintes de héroe popular. Aquí es donde una decisión editorial vuelve legítima la preocupación sobre el papel de estos productos en la normalización del narco como parte del tejido social.
Pero no solo los productos culturales han alimentado esta imagen; también lo han hecho ciertos actores políticos que, con discursos ambiguos o directamente con relaciones con el crimen organizado, refuerzan la idea del narcotráfico como una fuerza ineludible en la región. Algunos políticos y políticas han recurrido al uso de símbolos, lenguaje y, por supuesto, al financiamiento proveniente de estas redes ilegales, contribuyendo a la legitimación del narco en el imaginario colectivo. La frontera entre la política y el crimen organizado se vuelve difusa cuando las estructuras estatales no solo no lo combaten, sino que también intentan integrarlo como figuras legítimas y hasta necesarias en su búsqueda de poder. El contubernio entre la clase política con estas estructuras no solo perpetúa la violencia, sino que refuerza la narrativa de que el crimen es una alternativa viable y que su actuación puede ser, incluso, loable, frente a la ausencia del Estado.
Entonces, ¿prohibir es la solución? La censura rara vez resuelve los problemas de fondo. Bloquear estas expresiones o prohibirlas por decreto no eliminará la violencia ni la desigualdad que las origina. Si realmente nos preocupa el impacto de la narcocultura, la estrategia debería enfocarse en transformar las condiciones que la hacen llamativa o relevante como opción de vida. Ofrecer alternativas reales a las y los jóvenes; desmontar las redes de impunidad y corrupción que sostienen el narcotráfico y fortalecer narrativas que visibilicen las consecuencias de la violencia, son acciones más efectivas que cualquier prohibición.
Tampoco se trata de mirar para otro lado cuando, cínicamente, las y los políticos que dicen representar el orden y la legalidad encarnadas en el Estado, promueven estas expresiones, en correspondencia con sus relaciones con el crimen organizado. Tampoco se trata de alabar a las y los diferentes artistas que a través de distintos géneros toman postura para exaltar a las figuras del narco. Sin embargo, la narcocultura es un síntoma, no la enfermedad. Criminalizar la representación sin atacar las causas estructurales es como romper el espejo para evitar ver la herida. El desafío es mucho mayor: cambiar la realidad para que la “ficción” no tenga que seguir glorificando la violencia, la ilegalidad y la muerte.