Contrario a los discursos lambiscones de sus antecesores, alentados por una falsa diplomacia y el afán de no dispararse en su propio pie, el presidente López Obrador hizo un pronunciamiento claro, entero y digno en el seno del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, frente a la inacción que vive la ONU: “que despierte de su letargo, se reforme y denuncie y combata la corrupción en el mundo”.
Ojalá el mandatario tuviera más fe en las instancias internacionales para ejercer ese liderazgo en foros más amplios. Haciendo eco de la principal bandera de su gobierno y sin necesidad de hablar en inglés, el presidente elevó su mayor lucha interna a un asunto de interés internacional. Propuso un “plan mundial de fraternidad y bienestar”, que garantice el derecho a una vida digna a 750 millones de personas que sobreviven con menos de dos dólares al día.
Las fuentes serían al menos tres: una contribución anual y voluntaria del 4% de la fortuna de las mil personas más ricas del mundo; una aportación similar de las mil corporaciones privadas más grandes; y una cooperación del 0.2% del PIB de los países integrantes del G20, del cual México hace parte. Lo anterior daría lugar a un fondo de cerca de un billón de dólares que, enfatizó, debería ser gestionado sin intermediarios.
Más allá de la falta de recursos, la desigualdad pasa por sistemas excluyentes e injustos que resultan de aberrantes estructuras de poder. Cuando el saqueo se convierte en un modo de vida para un grupo de hombres que viven en sociedad, estos crean para sí mismos en el transcurso del tiempo un sistema legal que lo autoriza y un código moral que lo glorifica, denunciaba hace dos siglos el pensador francés Frédéric Bastiat. No es posible hablar de desigualdad sin corrupción; cuando gobiernan las élites, quienes concentran las influencias políticas inclinan la balanza a favor de los suyos, de los más ricos.
Claro que la lucha contra la corrupción es un proceso inacabado en México, pero también es innegable que se han encaminado acciones contundentes para convertirlo en un imperativo moral, o al menos para sentar las bases desde este gobierno: desmontar los sistemas de intermediación; desarrollar la política social más ambiciosa en la historia; cobrarle impuestos a quienes no pagaban; poner a trabajar en serio a la UIF; y terminar con un federalismo subsidiado exclusivamente por el poder central.
Quienes no pueden hablar de la lucha contra la corrupción son quienes saquearon las arcas públicas a manos llenas por décadas, y cuyos partidos hoy le reclaman falta de autoridad moral a AMLO para hablar del tema, ignorando no sólo sus propias culpas, sino que se trata de una representación internacional sobre un asunto de trascendencia global. Mientras apuntan que “no se estila” tratar estos temas en ese espacio, millones de pobres en el mundo esperan justicia.
“Sería insensato omitir que la corrupción es la principal causa de la desigualdad, de la pobreza, de la violencia” pronunció López Obrador. No olvidemos que los mayores responsables de la desigualdad son precisamente las políticas gubernamentales. Con muchísimos más reflectores, el presidente nuevamente puso por delante a los pobres, mientras señaló la opulencia y la ineptitud burocrática, como bien sabe hacerlo. Punto para AMLO, cero para la oposición.
Daniela Pacheco