A Lily
Observo la fotografía de Alma Rosé (1906-1944), el modo de tomar el violín entre sus manos, el rostro inclinado, la impronta de aquellos años de comienzos del siglo XX en su pelo, su ropa, la delicadeza de su collar, todo lo que revela una cultura, un tiempo y una nostalgia, y me remonto a la propia fotografía de mi madre tan semejante. Violín y manos delicadas en el acto de tomarlo, transparencia de la piel, suave caída del vestido.
Hubo una vez durante ese siglo una Guerra Mundial cuyo objetivo principal era exterminar una raza. Alma Rosé pertenecía a ella, y eso fue determinante para su destino. Su historia es leyenda y ha dado lugar a libros y películas. El marco de referencia de lo que sella su vida es el peor signo de aquella tragedia: Auschwitz.
Alma nació en Viena con apellido Rosenblum que su padre cambió por Rosé. Su madre hermana de Gustav Mahler, el gran compositor, y su padre un famoso violinista que además dirigió por mucho tiempo la Orquesta Sinfónica, la Ópera Estatal y asimismo su célebre cuarteto Rosé. En familia de músicos como en familia de actores se crea una poderosa comunión artística, lo sé en carne propia. De modo que tocar un instrumento y preferir el violín no suena nada extraño para Alma. Y luego casarse a su vez con un violinista menos aún. Sin embargo, su matrimonio duró solo cinco años.
Su destino hubiera sido maravilloso si su signo hubiera sido solamente el violín. Era virtuosa y comenzó a dar conciertos por todo el continente. Pero en 1938, Alemania había anexado Austria y Hitler reinaba persiguiendo gitanos, comunistas y judíos, su principal obsesión. Alma supo de inmediato que si no actuaba pronto el horror la alcanzaría, eran demasiados los asesinatos y persecuciones, muerte y cárcel. De modo que se convirtió al cristianismo. Probó estrategias para no ser atrapada. Primero viajó a Londres, luego a París y finalmente la Gestapo la agarró allí, en Francia.
Luego de residir en campos de concentración de ese país fue trasladada a Auschwitz, donde la atrocidad se multiplicaba. Sin embargo, en ese campo había como contraste inverosímil, el amor a la música detentado por una carcelera de rango, María Mandel, que la auspiciaba de todas las maneras brindando conciertos a la alta oficialidad que por supuesto, también ella se solazaba en el arte de Bach, Mozart, Beethoven. Esta mujer había creado una especie de orquesta a la que le había encontrado una directora polaca del mismo campo. Zofía era su nombre, una maestra sin fama, Alma, una intérprete de lujo. Rápidamente cambió a una por la otra.
En Auschwitz, las veladas musicales se sucedían periódicamente. Las visitas de generales y coroneles embelesados por el arte musical se vieron multiplicadas por la novedad de la judía, famosa violinista, exquisita intérprete, a quien ahora aplaudían su rigor en perfeccionar una orquesta femenina que antes había sido apenas un entretenimiento casi grotesco.
Era cierto, Alma Rosé exigía lo imposible, que esas mujeres mal alimentadas y emocionalmente destruidas, se dedicaran el día entero a escalas, arpegios y armónicos dificilísimos de realizar, y luego ensayaran los pasajes de más riesgo para recomenzar al día siguiente con el nuevo ensayo. Muchas de ellas la odiaron, pero al final de cuentas el saldo les fue favorable por tener que pensar en la música y hacer los ejercicios adecuados, por la distracción del horror que ello significaba, porque llegaron a hacer una orquesta que sonaba bien, por la capacidad y algunas el talento, porque fueron salvadas de las mortales cámaras de gas.
También Alma pareció salvarse. Recibía atenciones, tuvo habitación e higiene individual, una buena alimentación y el frío y el hambre que seguían sufriendo el resto de sus compatriotas en barracones malolientes llenos de ratas, no la alcanzó. Tampoco a sus compañeras de orquesta que si bien no contaban con los privilegios de Alma, se salvaron de lo mismo.
Sin embargo, como dice Borges, Al destino le gustan las repeticiones, las variantes, las simetrías… Su talento le impidió una muerte segura, aunque solo durante un breve lapso. Antes de terminar la guerra y en ese campo de concentración que significaba su condena si dejaba de tocar el violín, dirigió su último concierto a comienzos de 1944 para enfermarse de golpe y fallecer en poco más de dos días. ¿Muerte súbita por qué? ¿Envenenamiento a manos de alguna de sus compañeras o guardianas que no toleraban su talento y sus beneficios? Quién sabe. Lo cierto que muchos años después una participante de esas sesiones musicales escribió su propia autobiografía para denunciar entre otras cosas que Alma Rosé había sido intolerante y cruel. Imposible señalarle culpa. Se había hecho responsable de sus vidas. Incluso de esa sobreviviente que la acusaría luego.
Su funeral se produjo en el mismo campo y fue honrada como una mujer aria. Ahora sus restos descansan en el cementerio de Viena.