Pero qué importa que un grupo de escritores digan entre ellos que han creado la “alta cultura” mexicana, si lo que puede verse, sus productos, sus obras literarias, “novelas de avión” las han llamado, solamente son elogiados en razón de la amistad entre el autor y el crítico?
Tampoco importa que muchos de ellos para crear tal cultura se hayan metido al bolsillo más de veinte mil pesos mensuales durante más de veinte años, contratos arreglados entre editoriales y el gobierno, regalías por publicaciones, traducciones, invitaciones a conferencias a universidades extranjeras, o que se hayan angustiado ante la página en blanco por el deber de entregar un libro o dos al año, para mantener esas canonjías, y escribir maquinazos.
Ni que hayan sesgado esa alta cultura en burda imitación europea, tropicalizada, para ser bien vistos, aceptados, allá donde de veras, aunque tengo mis reservas, hacen cultura siguiendo los cánones grecolatinos, y judaicos tras la segunda guerra mundial.
Toda esa faramalla de imitaciones propuestas como originalidades, como aquel poemario de una poetisa meditadora que imita lo que dijo su maestro en un poemario místico hindú, y presenta como original y novedoso.
Imitadores y adaptadores, qué más.
El canon literario europeo ha sido la raíz de la alta cultura mexicana cuyos representantes, al servicio del Estado y no de la literatura, han creído aquel dicho de “Dime con quién andas y te diré quién eres”.
Pero todo eso resulta realmente sin valor alguno ante los daños colaterales propiciados por esos supuestos creadores, detentadores y sustentadores de esa cultura burguesa ya en decadencia, moribunda, después de los juicios de Nuremberg, daños que tardarán en aceptar y posteriormente resarcirse, aunque los dañados lleguen a tener conciencia clara de ello.
Para elevar esa cultura en decadencia tuvieron que presentarla como de valor supremo y mostrar que ellos la poseían y que, como los grandes empresarios, ellos decidían quien o quienes podían ingresar a su gabinete.
Y quien desea ingresar tiene que trabajar muy duro, demostrar que lo merece.
Trabajar duro se convirtió en actitud de pedigüeño, servil, incondicional, y ser chalán o chícharo ante tales personalidades, para merecer el ingreso.
Algunos, ahora, reconocen esas actitudes en Paz, Arrela, Rulfo, Monterroso, ante los que esperaban ser siquiera vistos por ellos.
Solo que a estas alturas del tiempo y del espacio, la alta cultura mexicana está artrítica y pronto caerá al hoyo.
Y como no hay una base firme, todos querrán llegar a la cima siguiendo los mismos métodos de esa cultura que se muere: la rebatinga, los golpes bajos y el gandallismo.