¿Ese era Juanes?, pregunté a mi interlocutora. “No, es Maluma”, me dijo, con una discreta expresión en la mirada que sugería algo así como “¡qué mal estás hijo mío!”. Tratando de matizar mi batea de babas le dije que encontraba cierta semejanza en la voz. Y buscando atenuar el bochorno del momento ella sostuvo que, en efecto, se parecía. Aunque soy parvulito en asuntos del perreo, no es la primera vez que me expongo a ese ritmo (y a tremendos osos por no clavarme en el tema). De hecho, en la estación de radio donde trabajo se me ha hecho escuchar, casi siempre contra mi deseo y fuera del aire, algunos temas “selectos” gracias a las filias de dos de las chicuelas que forman parte del equipo de producción.
Hay ciertas criaturas que cuando se les da a probar un alimento de inmediato lo rechazan, argumentando no gustarles, incluso a sabiendas de que nunca lo han comido. No pretendo ser como uno de esos engendros, pero mi experiencia reggaetonera se acerca peligrosamente al cero absoluto y para ser sinceros lo que he escuchado no ha sido muy grato que digamos. Sin ánimo de denostar y menos promover un ritmo que hoy día domina el mundo, encuentro sano hacer una breve pausa en el consumo musical que uno prefiera, tratando de comprender las razones que median en la filia casi obsesiva de la chaviza por el reggaetón.
A pesar de que adolescentes, anticipados y remisos no son los únicos que se zangolotean al ritmo del Conejo Malo y otros especímenes, sí conforman el sector más duro de ese mercado al que están destinadas las secuencias rítmicas incansables y los versos de fácil hechura.
Una pausa para escuchar algo de ese rollo melómano y contar con una suerte de comprensión, no para que acabe taladrando el producto, sino para evitar la ensoberbecida postura de aquellos adultos que a principios de los sesenta veían en el rock and roll un mal de época. Para ello he acudido a las enseñanzas de César Muñoz, músico e influencer que desde su canal de videos La cata musical, aborda cuestiones ligadas a la suma de sonidos y silencios en el tiempo. En dicho espacio hay un video dedicado a reflexionar sobre la mejor música del mundo.
Con elocuencia el protagonista desmenuza el tema y refiere por qué, sin importar el género del que se trate, la mejor expresión sonora es la que a uno más le gusta y, desde luego, la que mejor funciona de acuerdo al contexto y las necesidades que se tengan.
Comprendo que los puristas insistirán en el discurso de las dos músicas posibles, la buena y la mala, pero ello equivaldría a perder la oportunidad de inmiscuirse en el abanico que comprende este arte. Y aunque el resultado pueda recalar en la aversión de los nuevos por escuchar y el apego a los viejos conocidos, nada como abrir los oídos a todo lo que hay. Y evitar con eso que al sonar voces ralentizadas y cachondonas puedan ser confundidas con otras.
@fulanoaustral