El martes pasado, el presidente Joe Biden presentó su segundo Informe del Estado de la Unión. Los informes de gobierno en Estados Unidos y en el resto de los países no suelen ser eventos emocionantes. Este sí lo fue. Lo fue porque constituye el ejemplo más elocuente de que el paradigma dominante en términos económicos, políticos y morales de los últimos 40 años en Occidente está cambiando y ese cambio es una buena noticia para darnos horizonte de futuro a todas y todos.
Contamos desde hace tiempo con abundantes indicios de que el modelo de globalización salvaje y de mercados entronizados había dado de sí. Vino primero la crisis económica y financiera de 2007 y 2008. Luego el brexit, después Trump y el resto de los líderes populistas que alcanzaron el poder montados en el rechazo a un modelo de organización económica, social y política que dejaba a tantos a la intemperie en términos económicos, pero también desprovistos de un lugar digno en sus comunidades.
Con el ascenso de China y, en especial, con la tragedia del covid, también atestiguamos el regreso del gobierno al centro del escenario. Gobiernos ocupándose ya no de apuntalar la ampliación del mercado como había ocurrido en las cuatro décadas precedentes, sino de defender a sus sociedades. Intervenciones gubernamentales activas de todos los países del mundo violando la “sacralidad” del mecanismo de precios, gastando y endeudándose a diestra y siniestra para proteger la vida y el ingreso de sus poblaciones.
Faltaba, con todo, un relato desde el poder que le diera nombre a todo esto. Un relato potente que, sin estridencias y sin llevarse entre las patas la democracia y lo que sí ganamos con la globalización, nos recordara los imperativos morales y políticos que deben guiar la acción del gobierno en este momento de tanta incertidumbre, tanto costo acumulado para tantos, y tantos desafíos colectivos.
El segundo informe de Biden fue todo eso. Durante 72 minutos, el presidente de Estados Unidos construyó un relato basado no solo en buenas intenciones sino en logros concretos e importantes a favor de la gente. Como el de haberle puesto un precio tope de 35 dólares al mes a la insulina para los adultos mayores. O el de haber conseguido la aprobación del programa de inversión pública en infraestructura más importante de los últimos 70 años y haber tomado la decisión de hacer valer la ley de 1933 de “Hecho en Estados Unidos”, imponiendo el requisito de que todos los insumos que habrán de emplearse en ese programa sean fabricados en Estados Unidos. Esto último, en favor del empleo y la dignidad que solo puede ofrecer tener un empleo y un lugar reconocido como digno y valioso por la comunidad a la que perteneces.
Frente al lenguaje helado y cada vez menos creíble de los tecnócratas, por un lado, y el discurso incendiario y revanchista de los populistas, por otro, Biden ofreció una narrativa fresca, llena de sensatez, pero también de emoción genuina. Un informe con números, sí, pero rebosante de indignación por las ganancias desmedidas de las grandes empresas y los costos que ello le ha impuesto a la gente. Un llamado a la razonabilidad, a la responsabilidad recíproca que nos debemos y a la justicia.
Una propuesta ambiciosa y audaz de política económica activista que no echa por la borda ni el capitalismo ni la democracia. Un llamado que abre futuro recordándonos que la pregunta no es si más o menos intervención económica del gobierno, sino gobierno para quiénes, e igualmente importante, con base en cuáles imperativos éticos.
En suma: una nueva brújula posible, en especial para todas las fuerzas políticas progresistas en el resto del continente americano.
Blanca Heredia