Tomar los dichos de Peña Nieto pareciera no acarrear provecho, como ya perdió el miedo al ridículo, cualquiera se puede dar un festín con sus discursos; cuando el gobierno de la República está en problemas, lo único que atina a hacer para reaccionar es pedirle al presidente que se aviente unas palabras, sus asesores saben que, si bien con eso no resuelven algo, al menos entretienen a la tribuna.
El jueves estuvo ante cámaras y micrófonos para relatar un diagnóstico, de altísimo nivel intelectual, respecto a la situación que guarda la economía nacional; para no regatear ningún mérito a su mensaje, lo transcribiremos literal: “se acabó la gallina de los huevos de oro”. Con este acto de transparencia, y de la más acabada academia, trató de paliar la sensación de crisis que se cierne sobre el territorio nacional luego del gasolinazo. Aunque no es un despropósito suponer que lo que en verdad busca es el Nobel de Economía.
Una de las presunciones básicas cuando un gobernante da un mensaje es que tiene en mente a las y a los destinatarios de aquello que dirá; cualquiera supone que considera las características sociales, culturales, políticas y también, como se trata del affaire de la extinta “gallina de los huevos de oro”, las económicas. Otra figuración sensata es que no desconoce el valor de las palabras que usará y el de las imágenes de las cuales se valdrá, o sea, entiende que lo que discursea debe estar enmarcado en el conjunto de códigos que hace viable, y dialógico, al fenómeno de la comunicación. Así, conjeturar que Peña Nieto sabía que al sacar a colación la “gallina de los huevos”, que es del dominio popular, sus interlocutores no ignoran que ésta murió a manos de sus dueños quienes, no conformes con el huevo diario de brillante y valioso metal que les proveía, la destazaron para dar con la fuente ubérrima del mineral que, sospechaban, el animalito tenía en las entrañas, pero, sorpresa, resultó una gallina común y corriente que sepa dios cómo lograba poner huevos de oro. El meollo hoy está en que el presidente de México, para lidiar con el enojo de la gente, renovó la esquela pollera.
Claro que, tratándose de Peña Nieto, lo que se presuma respecto a su acervo cultural es una exageración, así que lo apropiado es suponer que no tenía idea de lo que dijo, pero juzgó que la expresión era adecuada por coloquial y porque le ahorraba explicaciones profundas que él mismo no domina; tampoco puso por delante al público al que se dirigió, según cifras del Coneval (Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social) de 2014: 55 millones de personas pobres (46% de los accionistas de la granja en la que nació, creció y matamos a la aurífera gallinácea) y 11 millones 400 mil pobres en extremo (9.5% que debemos sumar al porcentaje previo); es decir, cerca de seis de cada diez de quienes supieron del mortuorio anuncio presidencial deben haberse preguntado: ¿cómo, hubo alguna vez, en este país, una gallina que ponía huevos de oro? ¿Quién se los quedó, qué hizo con ellos? Porque está claro que la mayoría de los mexicanos lo único que recibió de ella fue la noticia de su muerte; bueno, también el aviso de que para suplir a la generosa pita deberán apechugar con el pago de combustibles a un precio sensiblemente más alto, y si no poseen un vehículo, por lo menos cooperarán con los incrementos que vendrán aparejados a la medida que sustituye a la tal gallina, el gasolinazo.
Aunque conclusiones hiperbólicas como las expresadas en el párrafo anterior dejan de lado una, otra de las posibles lecturas de la notificación presidencial: si la pobreza, la economía informal, la dependencia en las remesas de los migrantes y la exclusión de la educación superior se extendieron ominosamente mientras la gallina cacareaba y ponía, imaginen lo que nos espera ahora. Nomás falta que el presidente ni para jugar al golf sea bueno, porque en el cosmos que dibuja en su imaginario, gobernados es como decir caddies.