Un amigo me decía recientemente que vivimos en la osadía más osada: en la osadía del ignorante, del impaciente, de lo impensable, del cuatrero de las letras, que las pilla al vuelo con un cazamariposas. Ya escriben sus memorias los iletrados, los letra heridos, los gramófonos rayados de las letras. Se sujetan como náufragos a barriles vacíos que flotan en alta mar y se llaman unos a otros para formar parte del club de los lelos.
Hace años la gente sensata no se movía de su sitio a pesar de haber leído toneladas de libros. Tenían vergüenza de hacer el bárbaro, el insolente, el sobrado. Pero desde que el neorrealismo se instaló en nuestras barbas y persiste más que el régimen de Fidel Castro, ya todo vale: desde patadas en los bajos hasta manotazos en los oídos. Y comenzaron a escribir sobre los besos que les daban a sus novias en los asientos traseros de vehículos de servicio público, y hasta de los soplados que se les escapaban cuando tomaban copas a altas horas de la noche mientras oían en la música de fondo alguna vieja canción de Sabina o de Serrat. Todo eso ha quedado muy atrás, y cualquiera puede criticar estos detalles, pero nadie se atreve a hablar del poder literario: el mismo tío sentado en una silla de enea que la aúpan, revestida de falsa piel, entre siete y la ponen en cualquier altar. Da vergüenza leer siempre los mismos versos, y los editores de siempre no se cansan de la misma canción repugnante, sin alma, sin brillo, sin fondo, divorciada de la estética y sin ética.
Y luego está el coro de aduladores que no se perturba por nada y se aferra a la falsa maestría de sus amos con la esperanza de que los aúpen algún día. Los conocí que limosneaban a los más famosos prólogos de libros escuálidos y eran tan cansinos, tan pedigüeños que por aburrimiento les escribían media cuartilla de líneas laudatorias, sin pensar que creaban monstruitos de circo, pelagatos sin formación y sin carisma, poetas de voluntad y dádiva que vendían su alma y su cuerpo si hacía falta, no por un plato de lentejas sino por un mendrugo de pan duro como una piedra.
Memorias de qué, autobiografías de la nada, de mentiras oxidadas en las cercanías de antiguas minas de carbón en lejanos pueblos taciturnos anclados en la posguerra española, que ni siquiera atraían al turismo imposible por sus calles empedradas de tozudez. Pero querían tener a un poeta o a algo parecido y ellos jugaban a hacerse hombres colgados de los árboles, como falsos ahorcados de aquellos pueblos del Oeste de las viejas películas de pistoleros y a veces de indios que hablaban con infinitivos sonoros y mugrientos. Esta es la España que me repele, la de esos tipos escritores que hoy son de izquierdas y mañana, de derechas, como veletas giratorias de vientos caprichosos. Los jefes de filas, los mafiosos, al menos se les ve venir. A los que no tolero son a aquellos que se vanaglorian de ser amigos de las celebridades de purpurina y que a fuerza de convencer a gente más ignorante que ellos consiguen acariciar el efímero objeto del deseo en las alas de las mariposas.
‘El efímero polvillo en las alas de las mariposas’
- Desde Sandua
-
-
Antonio Rodríguez Jiménez
Ciudad de México /