No hay buena memoria a propósito del recuerdo, pero ahí está.
Uno de ellos vive continuamente ese primer gran viaje en soledad: un traslado de ocho horas desde la capital del país en una camioneta cargada con diversos materiales, una mochila con ropa y temor, una cajetilla de cigarros de los que ya no existen y una buena cantidad de dinero en la bolsa, suficiente para pagar alimentos, alojamiento de tres días y la gasolina de la parte inicial del viaje. No había empleo entonces, pero sí amigos ávidos de entregar cosas en otros lados. Todo lícito, por supuesto.
Salió por observatorio y encaminó el vehículo por el camino viejo a Toluca, a través del entonces pueblo de Cuajimalpa, para llegar atravesando el bosque a La Marquesa, y seguir avanzando y dejando atrás el camino real a Tenancingo, la vieja ruta a Naucalpan, la desviación hacia Atarasquillo, Ocoyoacac y Lerma. En la capital mexiquense, dos horas y media después, enfiló por Isidro Fabela hacia Ixtlahuaca y Atlacomulco.
Se detuvo en las inmediaciones de la estación del tren, justo en la desviación hacia El Oro y San Felipe del Progreso. Descendió del vehículo y se sorprendió al encontrar aún a las famosas moleras junto a las vías. Son mujeres indígenas que para él resultaban bastante famosas por dos cosas especialmente: la primera, su increíble sazón en la preparación del exquisito mole de guajolote y, segunda, su hermosa vestimenta tradicional. Usan una falda holgada de manta blanca que conocen como chincuete, lía o enredo que remata con bordados de motivos animales o florales, sobre la que usan otra de satín, de colores fuertes, como amarillo, “rosa mexicano”, morado, verde, lila o azul rey. Con el atuendo va una faja de lana hecha a mano que da varias vueltas a su cintura y una blusa del mismo material y color que los de la falda. Con la vestimenta van adornos como collares de cuentas, grandes arracadas de filigrana y cintas que utilizan en las trenzas.
En lengua, una de ellas le dijo algo que no entendió. Otra de mayor edad y con más experiencia en el asunto de la vendimia, le acercó un taco de mole con arroz mientras le señalaba la canasta en el piso y las ollas de barro sobre el fuego…
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El otro rostro estaba en la escuela. Le gustaba sentarse junto a la ventana porque desde ahí podía ver cuando llegaba la señora del tendajón del frente, el que estaba disfrazado de tortería y además ofrecía a los estudiantes algunas cosas más; aunque no las consumía, era un circunstancial cliente porque era el sitio más económico para comer en las inmediaciones del plantel.
Desde ahí también supervisaba el descanso de la escalera y la marquesina siempre dispuesta a las nuevas experiencias. Todos habían pasado ahí algún atardecer, acompañados casi siempre. Imaginaba las historias que contaban las manos, los sabores que producían los besos y hasta la timidez de todas esas pieles cubriendo una virginal y torpe adolescencia. Sabía el tamaño de cada sonrisa y casi podía identificar a los demás a partir de su respiración.
La mejor parte del lugar que había elegido en clase la conformaban en particular dos horas cada tercer día. La materia era historia, la atención era total y la profesora, una licenciada recién egresada de la licenciatura, era espectacular en sus formas, sus señales, su voz y, sobre todo, sus enseñanzas.
Sus labios formaban un corazón perfecto y, enrojecidos como estaban siempre, ofrecían un contraste maravilloso con la dermis y todas las ondas que surgían y morían en su cabello. Siempre usó faldas y zapatillas, ocasionalmente pantalón de mezclilla entubado con una camiseta que tampoco le venían nada mal. Se llamaba Cecilia y por alguna extraña razón era la titular de la única clase a la que asistían todos, sin excepción.
Era –es- una agradable persona de cintura escondida y cadencia espectacular, y él, desde la tercera fila de la clase, le observaba siempre ir y venir. Ella lo sabía, pero no le daba mayor importancia.
Una vez se encontraron cinco segundos en la mirada del otro. Ella sonrió…
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También. Todos ellos ahí esperan a veces y otras no porque exigen sus cosas y nosotros no podemos ni queremos. La última vez que nos negamos se nos vinieron a golpes y estuvimos casi una semana sin poder comer. Solo líquidos. Por eso odiamos los popotes, porque nos hacen recordar la golpiza, el miedo y la sangre saliendo de la cabeza y la boca y los pómulos. A veces, al doblar las malditas pajillas, parecen reproducir el ruido de nuestras costillas rotas y hasta el del portón cayendo bajo nuestro peso.
Sí, sabemos que es exagerado, pero es verdad.
El punto es: ahí están otra vez y no sabemos qué hacer para evitarles, nuevamente debemos pensar en pretextos o rutas o situaciones para obviarles y seguramente será el mismo resultado porque ya estamos cansados y ellos lo saben y de ahí la rutina y el una vez sí y otra también.
En los accesos saben quiénes son, seguramente les impedirán avanzar. El problema yace en la posibilidad de que nos reconozcan y los vigilantes de las puertas decidan que tampoco somos bienvenidos y por eso debemos salir juntos. Todos juntos. No sería buena idea porque el puente no es demasiado ancho pero sí bastante alto y podemos ser víctimas.
Ahí también hay enormes riesgos. Desde nuestra actual posición podemos percatarnos de las debilidades y por eso estamos envueltos en una oportunidad irrepetible: podríamos deshacernos de ellos de una buena vez. ¿Lo intentamos?
Es sencillo. Finjamos sumisión y en el momento adecuado, como ahora, hablemos de todas esas historias fantásticas que inventan quienes les conocen. Luego arrebatemos energías y combinemos nuestras fuerzas, que sientan una vez más que decidirán por dónde y cómo avanzaremos.
De verdad lo sentimos, incluso al arrojarles. El viento en esta temporada es frío y lastima. Todos lo sabemos porque hay un dolor punzante en la cabeza y destellos enceguecedores.
Bromeaba cuando decía que el cuerpo de un adulto tiene 206 huesos y era capaz de romper al menos 37 sin ocasionar daños considerables.
Mintió, todos mentimos…
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Fue una verdadera coincidencia. Viajar más de 400 kilómetros y decidir detener el vehículo en esa gasolinera precisamente. Salir del área de servicio y optar por los puestos a orillas de la carretera y no por la cafetería del lugar. Preguntar particularmente por el mismo juguete de madera. ¿Se puede creer en la casualidad?
No lo sé. Quizá en la sincronicidad de Carl Jung: “la simultaneidad de dos sucesos vinculados por el sentido pero no de manera casual”, porque el psicólogo afirma que “hay una conexión entre los individuos y su entorno, conexión que en determinados momentos genera una atracción que termina por crear circunstancias coincidentes, que tienen un valor específico para las personas que la viven, con un significado simbólico”. Eso dicen los que saben.
En la UNAM hay estudios sobre ello. Dicen que Jung observó que “una experiencia sincrónica suele aparecer en momentos no esperados, pero siempre en el momento exacto, cambiando incluso a veces la dirección de nuestras vidas e influyendo en nuestros pensamientos. Pero para que eso suceda, es básico estar atento a las señales y al mundo. Si estamos atentos a lo que pasa en nuestro entorno, habrá mayor probabilidades de que ocurra sincronía a nuestro alrededor. La sincronía puede aparecer en todo, desde programas de televisión, hasta conversaciones, encuentros en la calle o libros que aparecen de la nada”.
¿Sincronización?, ¿Coincidencia?, ¿Casualidad?
Lo ignoro. Solo sé que por esto valió la pena hacer este viaje…
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Desde el enorme ventanal es fácil ver el exterior de algunos y el interior de otros. Lo realmente difícil es fingir demencia cuando intuyen que su secreto ha sido descubierto. Eso no importa, al menos no ahora.
No es muy alta, quizá 1.65 o 1.70 exagerando un poco. Le gustaba la natación y, sin ser una deportista regular, gozaba de una excelente condición física. Era la primera en la lista de excursiones, al igual que en las caminatas y las competencias contra otros planteles, por eso la admiraban en el propio cuerpo académico y era reconocida por todos los estudiantes.
Recordamos cuando hablaba de Roma y Grecia, de los conflictos internacionales y la importancia de las revoluciones latinoamericanas en el pasado cercano. De repente interrumpe la charla y empieza a preguntar por algunos: Raquel, Paty, Erasto, Armando y los demás. ¿Siguen en contacto? La verdad solo les vi potencial a pocos. Estoy segura que ninguno se decidió profesionalmente por la filosofía, la historia o la antropología, ¿verdad?
Hubo risas por el comentario y entonces su mirada de 53 años hizo un intento por escudriñar la historia a través de otros ojos. Intentó dar un sorbo a su café mientras volteaba hacia la izquierda y, a través de la ventana, con el ir y venir de los autos en la autopista, encontró la mejor forma para acercarse.
- ¿Sabes? Recuerdo a casi todos mis alumnos, después de todo solo estuve dando clases cuatro semestres, y uno en particular me llamaba mucho la atención. Siempre estaba sentado de frente a mi derecha, no hablaba más de lo estrictamente necesario y pocas veces erró cuando le cuestionaba en torno al tema de la clase…
- Seguramente estaba más entretenido viéndote las piernas…
- No. Sé que no me veías así…
@aldoalejandro