
Esta semana es especial para mí, ya que ayer celebré mi cumpleaños y es un periodo de profunda reflexión. Como es costumbre, aprovecho para realizarme estudios médicos y así tener un panorama claro de cómo empiezo mi siguiente año de vida. Pero más allá de la salud física, estos últimos años, desde que me convertí en mamá, he buscado aprender algo nuevo sobre maternidad. Y este año, mi aprendizaje no vino de un libro o un seminario, sino de una conversación durante una piñata que me abrió los ojos a una lección crucial sobre la vida, las expectativas, la justicia y la responsabilidad personal.
Una mamá compartió cómo su hijo de 7 años llegó a casa molesto pues fue castigado injustamente en la escuela. Con calma, ella le aconsejó que conversara con su maestra sobre el incidente. Pero lo más importante fue la lección de vida que le impartió: a veces, la vida es injusta, y debemos aprender a lidiar con ello. Ella recordó algo crucial de sus estudios de psicología y nos lo compartió: si criamos a nuestros hijos bajo la expectativa que la vida siempre será justa y los demás responderán con el mismo esfuerzo y dedicación que nosotros, inadvertidamente los estamos predisponiendo a la ansiedad pues de forma constante habrá decepción cuando las cosas no dependan de ellos. Esta conversación me llevó a reflexionar sobre cómo he gestionado las expectativas en mis 36 años de vida.
Aunque comprendo que por genética no respondemos igual a la misma dieta, no lo había extrapolado al plano psicológico: es fundamental considerar que no todos tenemos el mismo enfoque y metas que quienes nos rodean, siempre habrá quienes tengan otros intereses o menos herramientas para actuar acorde a una situación. La clave está en dar lo mejor de nosotros y centrarnos en nuestro esfuerzo y contribución, sin caer en la trampa de esperar que los demás reaccionen igual. Esto ayuda a evitar decepciones y fomenta un enfoque más saludable y realista de la vida.
Reflexionando sobre esta enseñanza, comprendí que muchos de los patrones de pensamiento que adopté desde niña, como la creencia de que si me esforzaba al máximo los demás harían lo mismo, me condujeron al camino del perfeccionismo y la ansiedad. Ahora veo la importancia de enseñar a mi hijo a que su valor viene de lo que hace en lo individual, pero que nunca debe olvidarse de lograr un bien comunitario, pues vivimos en sociedad que nos necesita a todos.
A mis 36 años, me doy cuenta de que esta enseñanza sobre la injusticia de la vida es una herramienta valiosa. Puede ayudar a mi hijo a dar lo mejor de sí mismo, estableciendo sus límites, haciendo oír su voz cuando algo no es justo y, lo que es más importante, aprendiendo a soltar aquello que no puede controlar, como el actuar de los demás. Esta lección no solo es vital para él, sino también para mí. De haber comprendido esto antes, habría navegado las aguas de la vida con menos ansiedad.
Yo te invito a que si hoy te encuentras constantemente esperando lo mejor de los demás (y decepcionarte) o intentando controlar todo, a hacer una pausa. Enfócate en dar lo mejor de ti, utilizando las herramientas que tienes a tu disposición, y valora tu esfuerzo individual, que es único. No coloques en los demás las expectativas que determinen tu felicidad. Y enseñemos a nuestros hijos que, aunque la vida no siempre es justa, nosotros sí podemos serlo. Inculca la importancia de dar lo mejor de sí mismos, y enséñales a aceptar la realidad tal como es. Esto les ayudará a desarrollar resiliencia y a encontrar equilibrio. Al final, para vivir más y mejor, necesitamos adoptar esta filosofía tanto para nosotros como para aquellos a quienes amamos.