Se llama Antonio, pero le dicen Don Toño, aunque él prefiere que le llamen “El pollos”. Como habrán adivinado se trata del dueño de una pollería, una de tantas que hay en el pueblo al que me mudé hace un par de años.
Cierta tarde de agosto lo visité para comprar la comida para la familia. Su local lucía más vacío que de costumbre. Apenas unas cuantas piezas de pollo, alguna que otra verdura más madura de lo habitual y ya. Me dijo que esa era una semana mala para ellos los que se dedican a la venta de comida sin procesar por la fiesta patronal.
Me explicó que a lo largo de cinco días en la iglesia del centro se regala comida, el clásico mole de guajolote y arroz. Entonces es ocioso surtir los negocios, porque somos pocos los que no participamos del convite y necesitamos comida.
Fácil para la palabra como nadie más, “El pollos” me contó que cada lunes todas las casas de los barrios aledaños dan a las autoridades eclesiásticas cuarenta pesos, para el mantenimiento y conservación del templo. Luego, en la fiesta grande este año les tocó entregar cuatrocientos pesos, además de las especies y mano de obra con las que cada uno pudo participar para elaborar y repartir los guisos.
Cuarenta pesos semanales para alguien que vive en una ciudad como la capital, pudiera no ser mucho, pero para una comunidad como la nuestra me parece que sí marca la diferencia. Sin embargo, ellos están gustosos en darla, porque cumple con su sentido de pertenencia y de fe.
¿Por qué les cuento esto? Porque desde su nacimiento y hasta la fecha la psicoterapia psicoanalítica ha sido vista como un asunto meramente burgués. Solo se deprime, se angustia, quien puede pagar una terapia, he escuchado decir. Del mismo modo hay quien abandona su proceso argumentando que ya no puede pagar o quien ni siquiera lo inicia porque busca opciones económicas sino es que gratuitas.
Cuando esto pasa no dejo de pensar en historias como la que acabo de narrarles, o en otras tantas donde la gente puede pagar miles de pesos -de verdad miles, no es eufemismo- para comprarse un traje que usa el día del carnaval, o levantar grandes altares para celebrar el Día de Muertos.
A propósito de la publicación de un libro en el que participé como coautor, un amigo me llamó para felicitarme y decirme que había intentado comprarlo, pero estaba muy caro, así que se esperaría a que saliera en Amazon porque luego ahí hay ofertas. Esa misma tarde subió en sus redes sociales la comida y bebida que acababa de tener. Desde luego la cuenta superaba por seis el costo del libro.
No comparto la idea de que la terapia sea incluida en la canasta básica y el Estado se encargue de subvencionarla. Tengo muchas razones para oponerme a esta propuesta, algunas podrían resultar incluso espeluznantes, pero hoy solo quiero tratar un punto importante para la vida anímica de las personas: la simbolización.
A la ligera se califica de irresponsable al hombre de la comunidad que gasta lo que no tiene en un traje para el carnaval o en un altar para sus ancestros. Pero no se ve que esa es su manera de simbolizar y mantener los vínculos con su comunidad, punto importante para la salud mental. El camino anual que recorre para alcanzar ese logro es más importante que la decoración en sí misma. Si el Estado le sufragara esos gastos, no le estaría ayudando, lo estaría borrando, le estaría negando su posibilidad de sujetarse a la vida amando, porque amar es dar lo que no se tiene a quien no es.
Lo que intento decirles es que nunca se trata del dinero. Apenas si es un pretexto que es por todos aceptado. Quizá aquí el problema sea cuando en lugar de usar el dinero para simbolizar se emplea para mantener el imaginario, porque su prevalencia no hace lazo social solo mantiene peligrosas relaciones esquizofrénicas.