Vivimos tiempos atroces, en donde los peores crímenes son cometidos por la gente común.
Un buen día una pareja decide que puede solucionar sus carencias económicas, reales entendidas como la urgencia de algún pago, o a futuro, comprendidas estas en el deseo de tener más, de poseer más, secuestrando a la amiga de su hija.
En el proceso criminal, que hasta pudieron juzgar como obligado por las circunstancias apremiantes, “se les va la mano”. Del secuestro pasan al homicidio. ¿Y ahora, cómo se vive con eso?
La gente que se entera de estos hechos enfurecida va a reclamar a los presuntos delincuentes. De los gritos y con la sangre hirviendo es fácil pasar a los golpes. De los empujones y cachetadas a las patadas y azotes. En el reclamo se les va la mano.
Dirán que hicieron justicia por propia mano porque las autoridades son muy lentas y como en un cuento de Edmundo Valadés la muerte tiene permiso. ¿Y ahora, cómo se vive con eso?
Vivimos tiempos atroces, en donde los peores crímenes son cometidos por la gente común. Queremos pensar que estos hechos son inenarrables y aún así estamos equivocados, son narrados “en tiempo real”, son descritos casi en el momento en el que ocurren.
Ya sea de manera escrita o de manera gráfica, los cuerpos están expuestos, el dolor está expuesto, aquello que llamamos barbarie está expuesto, lo que calificamos como salvajismo está ahí, narrado, descrito, resumido, ampliado, acortado, vivido y revivido para el goce de los ojos una y otra vez.
Quisiéramos pensar que de estas cosas son a las que me refiero que no podemos hablar.
La gente a menudo dice que guarda actos de su pasado lejano, de su pasado cercano, de su presente o de su deseo futuro, que no puede decir, que son inconfesables, monstruosas, y aun así, con estos ejemplos vemos que estos crímenes si se pueden confesar.
Y se pueden compartir con otros porque sin necesidad de ser perversos, nos los explicamos de una manera moral que nos ayude a vivir con eso.
Podemos decir que son los signos de nuestro tiempo y por eso estamos reaccionando de esta manera, no somos victimarios, somos víctimas.
O bien, argumentar que todo mundo lo hace y nosotros, ¿por qué no?
O tal vez blandir la justificación de que nadie hace algo y nosotros tenemos que hacerlo. De esa manera se puede vivir con casi cualquier acto condenable.
¿Entonces ya no hay límites?
¿Podemos hablar de todo como justo lo pide el psicoanálisis?
Cuando llega una persona a consulta se le dice: hable usted de todo lo que quiera, de lo primero que se le ocurra, sin temor a ser juzgado, condenado o criticado.
La atrocidad que se ha vuelto normalidad, porque los peores crímenes los comete la gente común, no ha logrado que sigamos callando de aquello de lo que no podemos hablar. Y por esto me refiero a lo que se vive en una crisis de angustia, por ejemplo.
Tratar de llevar a las palabras lo que se está experimentando justo en esos instantes en donde el sentido ha caído, es una tarea imposible.
Solo queda salir más o menos librado de esa turbulencia para narrarlo en tiempo pasado y no hay recurso literario que pueda sostener, que pueda abarcar todo lo que se quisiera decir, que exprese todo lo que se siente, que lleve la sensación de la carne viva a la metáfora, pero aun así tratamos de intentarlo.
Ediciones Komala acaba de publicar una antología de cuentos en 2 volúmenes que tituló Laberintos de la locura, en la cual escritores de Chile, Colombia, Ecuador, España, México, entre otros, tratamos de narrar lo que se vive en un momento de crisis ya sea pasajera o de una estructura de la personalidad.
La apuesta por transmitir el núcleo de lo que algunos llaman enfermedad mental es enorme. Lo que se logre, por pequeño que sea, habrá valido la pena.