En la era digital, los influencers son más que simples creadores de contenido: son actores capaces de moldear opiniones, alterar mercados e influir en decisiones políticas. Hoy, el debate se intensifica, desde la regulación de la libertad de información en Facebook, las amenazas de Donald Trump a TikTok, hasta los escándalos de influencers mexicanos, evidenciando la urgencia de un control más ético en el mundo digital.
El problema con los influencers no radica únicamente en las campañas políticas o comerciales, sino en su profundo impacto en las nuevas generaciones. En Querétaro se ha presentado esta semana una propuesta para regular el uso de redes sociales en menores de edad, una iniciativa que ha desatado una fuerte discusión pública. Los motivos detrás de esta propuesta son evidentes: casos recientes como los de Yo Stop, Fofo Márquez, Marian Gonzaga y Fátima han obligado a todos a debatir los peligros del uso prematuro e irresponsable de las redes sociales. Desde el acceso fácil a pornografía y contenido violento, hasta la difusión de retos peligrosos y discursos de odio, el daño a la salud mental de los jóvenes es innegable. La ansiedad y la depresión entre adolescentes se han disparado, y el problema no es solo el contenido al que acceden, sino la forma en que las redes se convierten en espacios de validación tóxica y presión social.
Por lo que surge la pregunta: ¿Prohibir o educar? Bloquear el acceso podría proteger a los menores de los contenidos más nocivos, pero también los desconectaría de un espacio fundamental de aprendizaje y socialización.
Esta discusión sobre ética, influencia y responsabilidad no es nueva. Cristiano Ronaldo demostró el poder de una influencia genuina, pues durante una rueda de prensa en la Eurocopa 2021, retiró dos botellas de Coca-Cola y, con una sola palabra —”Agua”—, dio un mensaje simple pero contundente. Más allá de las pérdidas millonarias que sufrió la refresquera en la caída de sus acciones tras esta acción, lo valioso fue que su gesto trascendió como una declaración de principios. Cristiano transmitió un mensaje de salud y coherencia, y el mundo lo escuchó.
Pero no todos utilizan su poder para inspirar. En ese mismo año, durante las elecciones mexicanas, influencers mancharon la veda electoral promoviendo al Partido Verde bajo la fachada de una recomendación personal. No era opinión, era negocio. Publicidad pagada, disfrazada de sinceridad. Ese engaño derivó en una futura pérdida de contratos con marcas que entendieron que la influencia falsa es una inversión peligrosa. La lección fue clara: la credibilidad es frágil y, cuando se vende, es casi imposible de recuperar.
Las recomendaciones que parecen consejos sinceros son, en su mayoría, estrategias publicitarias cuidadosamente guionizadas, donde las marcas dictan cada palabra, cada encuadre, cada emoción. Y, lo que es peor, muchos influencers ocultan que su contenido es pagado, disfrazando anuncios como confesiones personales de un amigo, violando las regulaciones publicitarias y, sobre todo, la confianza de quienes los siguen.
Tal vez no se trata de prohibir ni de censurar, sino de enseñar. Enseñar que la verdadera influencia es un poder y por ello conlleva una responsabilidad. Cristiano Ronaldo lo entendió y lo usó para dar un mensaje positivo. Fofo Márquez, con su prepotencia y su historial de escándalos, mostró cómo se usa ese poder para alimentar el ego y generar daño. Y los influencers que vendieron su voz al Partido Verde nos dejaron la lección más dura: cuando se pierde la ética, se pierde todo.