El Informe del presidente López Obrador suscita una reflexión sobre su modelo de país. Me apoyo para esgrimir una hipótesis no solo en el texto que leyó en Palacio Nacional sino también en su reforma educativa y en lo que ha dicho en estos cuatro años: su creencia rousseauniana en un ser humano esencialmente bueno al que la sociedad corrompe apunta a una suerte de comunitarismo nativista y bucólico. Me explico. AMLO sueña con un México que supedite al individuo a una comunidad con espíritu autóctono y aldeano, como la imagina en las civilizaciones precolombinas. Su bon sauvage es indígena, la influencia corruptora viene del mestizaje urbano y el antídoto lo da una tríada venturosa: arado colectivista, siembra de patrioterismo y cosecha del edén dichoso. La felicidad empieza donde terminan las aspiraciones genéticamente modificadas.
Cierto, tras esa postura hay un cálculo político. Las naciones de un par de zapatos per cápita perpetúan el asistencialismo, y quien lo otorga se vuelve indispensable. Pero creo que AMLO está genuinamente convencido de que la pobreza es la fuente de la bonhomía y el dinero es “el papá y la mamá del diablo”. De ahí emana su única duda existencial: ¿de veras queremos que la economía crezca y la pobreza disminuya? Y es que la sociedad clasemediera es el hábitat del maldito “aspiracionismo” que todo echa a perder. Sería un error procurar que la clase media mexicana se ensanche porque la visibilidad de los excesos materiales —ropa de marca, automóviles caros, casas más grandes— nos llevaría a la perdición.
La vida pueblerina es el escudo contra el extraño enemigo. La globalidad, en cambio, trae el influjo perverso de los países ricos. Por eso es peligroso estudiar en universidades de Estados Unidos, que además de neoliberalismo enseñan mañas exóticas. AMLO preguntó en uno de sus pregones matutinos para qué leíamos a pensadores extranjeros si aquí tenemos las luces de Miguel Hidalgo y Benito Juárez. Esa visión entraña un problema: Hidalgo desarrolló sus tesis insurgentes a partir de sus lecturas de los teóricos europeos de la Ilustración, y Juárez, quien leía y hablaba francés, admiró tanto el positivismo de Augusto Comte que trajo de París a su discípulo Gabino Barreda a rediseñar la educación en México. He aquí lo que escapa a la 4T: erigir la propia cima de grandeza supone escalar antes las demás montañas, y el amor a lo propio se profundiza en el conocimiento de la otredad.
Pero AMLO no repara en minucias. Solo los desalmados pueden desear el cosmopolitismo, en el que sobra egoísmo y falta tequio. La aldea es el camino porque su aislamiento —el multiculturalista radical dixit— la protege de la contaminación y preserva la armonía. La utopía obradorista se inspira en pueblos prehispánicos de seres excepcionales, buenos y felices, ajenos a las maldades y desventuras del resto de la humanidad. Incapaz de revertir la modernidad, AMLO reedita el excepcionalismo; traicionado por la realidad, se aferra la imaginación.
Quizá hoy no se pueda, pero mañana sí. AMLO propaga el paraíso perdido desde la pedagogía mañanera, que no falla como los libros de texto. Por eso nos insta diariamente a regresar a un pasado que nunca existió y por eso, porque lo mueve la nostalgia de lo que no fue, lo disfraza de futuro.
Agustín Basave Benítez
@abasave