Hoy empieza el segundo acto de una tragedia. La obra podría titularse La Indecencia al Poder, y poca gente la ha entendido. La Presidencia de Donald Trump fue y será nefasta para el mundo porque es un hombre amoral. Sus seguidores lo defienden aduciendo, entre otras cosas, la aberración de que es un pacifista. Su aislacionismo es paradójicamente expansionista y bien puede tornarse jingoísta. Trump quiere minimizar la participación de Estados Unidos en foros y organismos internacionales por cara y latosa, pero también quiere expandir su dominio territorial y global. Muchos creemos que ambas cosas son incompatibles; él no, porque busca beneficios sin pagar costos.
Veamos el fondo del problema. La inmoralidad es la transgresión de una escala axiológica que, pese a ello, se reconoce; la amoralidad es su insignificancia, su ausencia total. Los políticos tradicionales son en su mayoría inmorales pues, aunque ven esos valores como un lastre y los contravienen cada vez que pueden, admiten su existencia e incluso su necesidad. El gobernante corrupto sabe que no conviene ignorar la ley ni desdeñar los códigos éticos porque, en situaciones límite, su aplicación salva el orden social. Para Donald Trump no existen. Es un mercader desprovisto de moral, un darwinista empresarial cuyo único credo es el juego suma cero: él debe ganar y los demás perder (antes dinero y ahora dinero y poder). Los mexicanos les llamamos gandayas (RAE) o gandallas: no hay ganancia sin despojo.
Su regreso será perjudicial para todos, y más para México. Sus deportaciones arruinarán las vidas de miles de paisanos y provocarán una crisis humanitaria. Quizá clasifique a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas —lo cual, no se confundan, causaría más estropicios financieros que militares— y seguramente impondrá aranceles. Sus amenazas suelen ser ardides para obtener ventajas de negociación pero, si bien no se anexará a Canadá ni invadirá a Dinamarca, sí torpedeará nuestras exportaciones y remesas.
Trump es un táctico de la mercadotecnia que se volvió candidato para reposicionar su marca personal. Sus nuevos estrategas lo potenciaron entonces como político, usando el enojo popular. Pero su ambición no es la de un estadista. No le interesa cambiar al mundo sino ser más famoso, rico y poderoso, en ese orden. Su fuerte es el branding de imagen (véase su muy astuto medro de dos fotos, la de su fichaje por delitos electorales y la de su reacción tras de que una bala le rozó la oreja), de ahí que el requisito prioritario para integrar su gabinete sea la telegenia. Su narcisismo se nutre de su fama de dominador, y disfruta tener a sus órdenes al hombre más rico del planeta -lo mantendrá hasta que le robe reflectores- aunque preludie una plutocracia y erosione así su antielitista base social. Por cierto, podría aprovechar la presencia de los mandatarios que invitó a su toma de posesión para fundar una Internacional Populista.
En el clan Biden hay corrupción, pero concuerdo con Denise Maerker: se va un presidente decente. Llega Donald Trump, el amoral, el que presume su indecencia. El primer daño será la propagación del proteccionismo. El último, el peor, será el fracaso del internacionalismo y de la aldea global y el éxito de la ley de la selva y del globo aldeano.