En esta temporada navideña recomiendo, a quien desee pensar con el corazón, una magnífica película infantil para adultos, el Pinocho de Guillermo del Toro. Se trata de una meditación sobre el susurro de la muerte y el triunfo de la vida, de una oda al amor, al perdón, a la redención humana. Desfilan en ella las inquietudes que habitan el universo Del Toro —la ternura de lo imperfecto, el derecho a la diferencia, el grito de libertad— plasmadas en personajes de contrahechuras entrañables, de sustos efímeros y cariños prolongados. El ennoblecimiento de la monstruosidad de dos filmes precursores —El Espinazo del Diablo y El Laberinto del Fauno— desemboca en otra maravilla de estética artesanal. Una historia de devoción paterno-filial embellece la pantalla y lanza un mensaje valeroso: a pesar de sí misma, la humanidad es redimible.
Este Pinocho es oportuno porque recurre al fascismo como contexto y denuncia. Lo exhibe con una mirada sobriamente punzante, esclarecedora, que no clama venganza sino justicia y apela al abrazo de los distintos como antídoto de atrocidades totalitarias. La escena de la muerte de Carlo, el hijo de Geppetto -un Geppetto más noble que el del cuento original, por cierto-, en una iglesia bombardeada por negligencia, lo revela: la guerra es maligna aun cuando no se propone serlo, pues aprisiona el alma en el infierno del fanatismo y produce seres inconscientemente desalmados. El mejor mensaje para el peor momento. Vivimos en la era de la ira, acechados por la violencia, y el lema fascista —creer, obedecer y combatir— es una peligrosa tentación autocrática y revanchista que crece como mala hierba en estos tiempos de desigualdades abismales.
Guillermo Del Toro se asoma en cada pliegue de su alegoría. El grillo narrador, conciencia con violín, es un grillito cantor. Las hechiceras parecen malas pero son justas. El mono deforme, cómplice del cirquero mercantilista, se rebela y reivindica al impedir la crucifixión de Pinocho quien, a su vez, se queda en el lado luminoso del catolicismo, el que le pide amar a sus enemigos en vez de temer a Dios. Cuando pregunta a su papá por qué la gente lo rechaza a él y adora a ese otro trozo de madera esculpida que es el Cristo colgado en la cruz, la respuesta salva al discriminador en aras de la aceptación de lo ignoto. Por eso, porque el niño travieso y el padre exasperado se zahieren y se perdonan, porque el muñeco encarna al hijo perdido y los brazos paternos lo resucitan en su dura y dulce realidad, el desenlace es venturoso.
Esta película ratifica a Del Toro como cineasta prodigioso y reafirma a Guillermo como esparcidor de bonhomía. Si de sus hondones espirituales, como de la nariz de Pinocho, crece un árbol de generosidad que ayuda a muchos mexicanos a salir del vientre oscuro que los engulle, de su obra cinematográfica brota la heterofilia, una cosmovisión de diversidad libertaria e imperfección justiciera que ayuda al mundo a hacerse amigo de la otredad. Podemos sublimarnos en la medida en que nos alejemos del rencor y del odio y nos acerquemos al perdón y al amor.
Es difícil discernir cuál de los tres mosqueteros del cine mexicano universal de hoy es más talentoso. Es fácil saber que el genial Guillermo del Toro es, en el sentido cabal del término, el más bueno.
Agustín Basave Benítez
@abasave