Política

El odio gregario

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¿Por qué existen conflictos étnicos y religiosos inveterados? Me tocó estar en Dublín cuando estalló la paz en Irlanda del Norte; ya antes había leído mucho sobre los movimientos separatistas europeos y un poco sobre las pugnas entre India y Pakistán y las guerras intestinas en África. Refrendo mi conclusión de entonces en el Medio Oriente de hoy, sede del rompecabezas más difícil de (des)cifrar en la globalidad contemporánea: el común denominador está en la cara oscura y prescindible del nacionalismo. Algo de ello está detrás del abominable ataque terrorista de Hamás en Israel y de la brutal ofensiva del ejército israelí en la franja de Gaza, que agreden a la población civil, ancianos y niños incluidos, y hacen pagar a justos por pecadores. Pese a que ninguna afrenta justifica un acto criminal contra gente inocente, y a que nadie debería titubear en condenarlos inequívocamente, lo que prolifera en estos días es el afán de ambas partes de defender lo indefendible.

¿Por qué es tan difícil resolver algo que podría destruir al planeta? Porque existen rencores que trascienden a los individuos y se arraigan en los pueblos. La definición del enemigo es abstracta, la ira incubada es concreta. A mi familia no la mataron personas específicas, con nombres y apellidos, diría el extremista: la asesinó una raza, una fe. Por eso no me quiero vengar solo de quien lo hizo sino también de sus connacionales, de sus ancestros y descendientes. Si el odio individual envenena el alma humana, el odio gregario envenena a la humanidad. Ojo por ojo y el mundo entero acabará ciego, diría Gandhi. Y es que no se trata de una víctima que zahiere al victimario: es una multitud que victimiza a toda una comunidad.

La madre de la guerra es la colectivización de las pasiones. De un individuo que detesta a otro se transita a países completos que se repudian hereditariamente. Las culpas se transmiten por generaciones. Hombres y mujeres no nacen inocentes; llegan al mundo con un pecado original, genético, que no pueden expiar en las aguas bautismales del perdón. He aquí la trampa identitaria: así como el patriota se asume heredero de sus héroes nacionales sin tener lazos de consanguineidad con ellos, el fanático percibe al habitante de una nación adversa como responsable e inexorable perpetuador de los agravios históricos en contra de los suyos.

¿Es posible mantener la identidad nacional como factor de cohesión interna y extirpar su rol de culpabilización externa? Lo cierto es que la violencia, lejos de acabar, se exacerbará en tanto seamos incapaces de distinguir el pasado del presente, y el fanatismo de algunos de la responsabilidad comunitaria. La única solución sensata a este conflicto regional que amenaza en trocar en guerra mundial es el antiguo plan de establecer dos Estados, Israel y Palestina, que puedan coexistir en paz. En ello nos va la vida a millones de seres humanos, no solo israelitas y palestinos, judíos y musulmanes. Pero nada se logrará mientras prevalezcan la coalición de ultraderecha de un lado y el fundamentalismo terrorista del otro. Nada se logrará mientras cada una de esas dos minorías extremistas se empecine en borrar el colorido identitario de la nación ajena para verla en blanco y negro. Nada se logrará mientras persista el odio gregario.


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Agustín Basave
  • Agustín Basave
  • Mexicano regio. Escritor, politólogo. Profesor de la @UDEM. Fanático del futbol (@Rayados) y del box (émulos de JC Chávez). / Escribe todos los lunes su columna El cajón del filoneísmo.
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