Cultura

Soñé con un demonio

Esa noche fue terrible. Durante el día estuve leyendo graves noticias sobre muertos a causa del virus en todo el mundo y me angustié. Entrada la noche estuve bebiendo y ya para dormir me puse algo hipocondriaco; comencé a sentir que me faltaba la respiración, que me dolía la cabeza y el pecho y que el cuerpo todo se me desbarataba. Por supuesto que se me dificultó muchísimo dormir, pero al final el cansancio y el alcohol me vencieron.

Horas después comenzó la pesadilla.

Floto por un pasillo estrecho de paredes de roca, como un castillo gótico severamente distorsionado. Alcanzo una puerta de madera muy gruesa, la abro: entro en un salón majestuoso, decadente. Está iluminado por antorchas de estalagmitas alimentadas con grasa de cerebros de antiguos sabios griegos. Monumentales arcos dejan caer gruesos telones color magenta, violeta y azules índigo y cerúleo. Se escuchan ecos, hace frío. De un imponente y soberbio vitral se filtra la luz lunar, repartiéndose como un caleidoscopio por aquel espacio. El aire está lleno de insectos estrambóticos con ojos bioluminiscentes. No vuelan: están suspendidos y tiemblan.

Empiezo a sentir miedo. Voy acercándome a una parte del salón donde se levantan un altar y un trono. Está hecho de huesos quemados, untados con una brea hedionda y atados con espinas metálicas. Ahora estoy siendo empujado hacia allí, el miedo me perfunde; no me puedo mover. Seres envueltos en mortajas ensangrentadas me llevan hacia el trono, van emitiendo sonidos guturales distorsionados, como si de sus pulmones saliera aceite hirviendo. Ahora ya no es miedo lo que siento: es terror. Estoy hiperventilando, mi respiración se vuelve errática y siento el corazón arrítmico, pero mi temor ahora no es morir, hay algo peor. Estoy junto al trono; presiento claramente lo que está ahí sentado, pero no me atrevo a mirarlo. Mi cuerpo es como una gelatina y no logro controlar mi respiración, mis movimientos. El terror es intenso. Nunca había experimentado estar a un lado de algo así. Frente a mí se abre una explanada de mosaicos bicolores y sobre ellos se esparcen fragmentos de cuerpos: unos rotan, otros tiemblan, algunos están derritiéndose y puedo ver torsos envueltos en insectos y gusanos que nunca antes había visto. Debajo del suelo se escuchan golpes y las columnas tiemblan. Chillidos lacerantes se esparcen como hilillos histéricos por el ambiente. Me llevo la mano al pecho: mi corazón se desbarata en arrítmicos espasmos. No respiro bien, comienzo a hacer ruidos extraños, inquietantes.

Doy un grito terrible: ¡Maldito!

Abro la boca e inspiro desesperadamente para alcanzar aire: ¡Demonio!

No me puedo controlar, el terror está a punto de matarme. Entonces echo un vistazo al altar; encima hay un cuerpo. Soy yo.

Mi mujer se despierta; acostumbrada a mis pesadillas, me sacude. –Estás soñando–, me dice somnolienta. Todavía envuelto en aquella ensoñación respondo: –Un sueño monstruoso–. Nuevamente caemos en el sueño. Me invaden aromas a quemado, a cera mezclada con sangre e incienso, siento cenizas en la boca y sigo sin poder mirar a ese demonio: sé muy bien quién está ahí, viéndome. Sabe que estoy profundamente perturbado y sonríe. Entonces dice algo; su voz no es humana, es una voz que absorbe todos los sonidos a su alrededor y los comprime en una masa silenciosa e inquietante. Me rebota en la cabeza. Entiendo bien lo que dice, pero no soy capaz de repetírmelo a mí mismo: es un mensaje horrendo y sin esperanza. Entonces el vórtice onírico me lleva en un espiral descendente y vertiginoso hacia un sitio muy oscuro y profundo donde a la memoria no se le permite entrar.

Por la mañana bebo café. Las imágenes y vivencias del sueño siguen ahí, vívidas, palpables. En ese momento no logro conjeturar nada de lo que normalmente hago para integrarme a la cotidianidad; siento una gran desesperanza. He tenido una experiencia onírica de tal magnitud que algo dentro de mí se apagó. Algo oscuro me llama, me regresa, me jala. Es una fuerza que antes no había escuchado y que presiento siempre había estado ahí, latente, expectante. Casi puedo verla: se proyecta contra la negrura de mis ojos y genera un millar de fosfenos fantasmales.

Llevo días viviendo una ensoñación siniestra, un letargo, una neurosis tormentosa disolviéndome la cabeza. Me he vuelto un recluso; temo salir y nada me estimula.

Pero una tarde lluviosa y callada, una paz inusual me envuelve; veo a través de la ventana las oscuras nubes caer sobre la tierra y mi tribulación termina. Pronto me doy cuenta de lo que todo aquello significa: he tenido una revelación. La acepto. La entiendo perfectamente.

Ahora me queda claro.

Esa noche no sufrí ninguna pesadilla.

Estuve en el infierno.

Mi alma se quedó allí, atrapada para siempre en el imperio del fuego y la oscuridad.

Lo que queda de mí ahora es tan solo un cuerpo con conciencia, un autómata en manos de la maldad, un oráculo de algo siniestro, algo tan perverso que no puede ni siquiera pensarse.

Vivo esperando la muerte para regresar.

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Adrián Herrera
  • Adrián Herrera
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