El cuento de Ken Liu, Simulacrum, plantea el conflicto clásico del hombre y la tecnología que ha creado y que se supone debe ayudarlo a mejorar su calidad de vida, pero que al final ocurre lo contrario. En el cuento, un hombre ha inventado una máquina que representa el paso evolutivo de la cámara fotográfica y la de cine. Es un artefacto cuyo mecanismo replica las características físicas de un ser querido y las proyecta en un tipo de holograma interactivo. La base de la narrativa es mostrar nuestra falta de capacidad para lidiar con los problemas y conflictos netamente humanos, sin la tecnología. En este escenario, la tecnología cataliza nuestros problemas, lejos de ayudar a resolverlos. Ante la incapacidad de los personajes del cuento para resolver y confrontar sus desavenencias deciden encerrarse en sus fantasías y ciclos patológicos, dejando ser consumidos por los mismos.
Utilizamos nuestros inventos para esconder los desbalances que presentamos y para huir de la realidad que nos acosa, y con la cual no somos capaces de interactuar de manera armónica. Así, la tecnología se convierte en una proyección de nuestras patologías, miedos, ansiedades y depresiones, y preferimos convivir con ellas de manera que, a la larga, se genera un proceso autodestructivo.
Otra preocupación es que la tecnología llegue a superar de algún modo la inteligencia humana. En el filme clásico de Kubrick, 2001: Odisea del espacio, la computadora HAL 9000 se apodera de la nave y elimina a los astronautas. Asimov, por su parte, planteaba las tres reglas para mantener a los robots al margen de la interacción con los humanos y evitar que se pasen de verga.
Hoy, el avance de la inteligencia artificial (IA) hace ver la ciencia ficción de los años cincuenta como una caricatura. En casa tenemos a Alexa, una bocina interactiva a la cual le pedimos cualquier tipo de información (la temperatura, las últimas noticias, algo de música, la intensidad de las luces, etcétera). En el ámbito industrial, grandes robots se encargan de las líneas de ensamblaje en fábricas de autos. Y en cuanto al tema de los robots ya existe un prototipo de apariencia humana que puede interactuar con nosotros de manera inteligente: Sophia. Solo es cuestión de tiempo antes de que todo lo que hemos predicho e imaginado dentro del contexto de ciencia ficción se vuelva real.
Sin embargo, la parte psicológica avanza lentamente, ralentizada por la euforia que causan los nuevos descubrimientos materiales. Dejar de prestarle atención a ese apartado nos ha traído consecuencias particularmente graves. Hemos desarrollado nuevas formas de ansiedad, concretamente aquella asociada a la obsesión por los teléfonos celulares y las series que pasan en las diversas plataformas digitales. Esto va más allá de un mero proceso de comunicación y entretenimiento: ya es patológico.
Estamos, de cierta manera, elaborando simulacros, versiones alternativas y émulos no de la realidad, sino de la manera en que la percibimos. En parte lo hacemos para ensayar modelos abstractos y emocionales de las reacciones que presentamos ante la misma pero, como ya indiqué, también para crear un esquema lúdico que nos aleje de todo aquello que nos angustia. Nos hemos estado alienando del mundo para encerrarnos en otro mundo, misterioso y siniestro, en gran parte desconocido y, además, peligroso: el de nosotros mismos.
El ensayo de estas posibilidades psicológicas a través de la creación de modelos tecnológicos nos ha llevado a crear un tipo de sociedad que antes era solo posible en las distopías de décadas anteriores. Al tener un proceso de conectividad masivo y global, se ha generado una nueva sociedad. Nuestros hijos no piensan igual que nosotros, ellos van creciendo con un modelo de la realidad muy distinto al nuestro. Y nosotros no terminamos de entenderlo. Y uno de los problemas de fondo es la hiper-estimulación; la tecnología digital funciona de manera excesivamente rápida y no estamos aún adaptados a ese frenesí.
En un cuento célebre de Ray Bradbury, existe un futuro con una tecnología admirable; se trata de una máquina que proyecta escenarios sobre las paredes de una recámara. Usted puede efectivamente vivir esos escenarios como si fueran reales. El problema es que sí son reales –hasta donde la tecnología lo permite – y en un giro inesperado, un grupo de depredadores se avalanza contra el protagonista y lo mata. ¿Estamos generando escenarios de exploración psicosocial que nos lleven más adentro de nosotros mismos o nos estamos dejando llevar por el simple hecho de poder crear nuevas y mejores tecnologías? Los juegos, por ejemplo. Cada vez notamos que se hacen “más reales”. O sea, más parecidos a lo que percibimos fuera de esa realidad virtual. ¿Por qué queremos reproducir la realidad orgánica? ¿Para qué?
No voy a cuestionar la finalidad ni la intención, pues la mente humana tiende a expresarse de maneras particularmente extrañas y dado que somos curiosos no hay manera de detener este ímpetu. Cuestiono los resultados.
Y hasta ahorita me queda claro que seguiremos tropezándonos con nuestras propias hechuras.