En los departamentos donde vive mi prima hay un tipo que saca a pasear a su perro dos veces por día. –Es chilango–, apunté, con toda seguridad y confianza. –¿Cómo lo sabes?–. —Primero y más importante, porque eso de sacar a pasear a los perros es de la Ciudad de México, es parte de su cultura, y segundo, porque la placa de su carro es de la Ciudad de México y, además, habla como chilango.
Aquí en Monterrey no podemos hacer dos cosas: ni pasear en bicicleta ni andar paseando perros. Hace mucho calor. Los perros, o están en la calle, en los patios (cuando se tiene uno) o en los techos (como lo establecen las reglas de buena urbanidad). Allá tienen incluso la costumbre de contratar paseadores de perros, y así los ves divagando tranquilamente por esas avenidas frescas y arboladas, con un atajo de perros de todas razas, husmeando, moviendo la cola y meando en todas partes. Insisto en que yo nunca he visto semejante escena en Monterrey.
He notado que quienes sacan a pasear a sus perros les compran toda suerte de accesorios –caros y perfectamente inútiles–, además de las muy exclusivas bolsas de comida que, para la cantidad de proteínas, minerales y otros aditivos que tienen, ya me gustaría comerlos yo para mejorar mi estado de salud. Y no olvidemos los juguetes, imprescindibles artefactos de dispersión para mantener al odioso animalito histéricamente contento.
Algunas personas invierten tanto en sus mascotas. Ya me gustaría verlos teniendo el mismo nivel de atención para con sus hijos.
No creo que los perritos necesiten tales niveles de atención. Más bien pienso que somos nosotros quienes proyectamos en ellos nuestras necesidades afectivas.
He visto una tendencia a pasear perros en carriolas originalmente diseñadas para bebés. Lo hacen en centros comerciales, principalmente. Me cuesta trabajo entender esa práctica. No discuto si eso es bueno o malo, sencillamente pienso que no tiene que ver con nosotros, sino con nuestras deficiencias, marasmos, desequilibrios y contundentes soledades.
Tenemos una curiosa relación con el mundo animal; los acechamos y perseguimos para matarlos con redes, flechas y balas; los domesticamos para que nos sirvan de compañía, los adaptamos para diversas tareas de trabajo y los engordamos para procesarlos y comerlos. Ah, pero lo más bizarro de esta interacción es nuestra obsesión por conservarlos con taxidermia y exhibirlos en casas particulares y en museos. Aun así me parece más relevante en términos culturales –y pedagógicos– que andar paseando perros en carriolas infantiles en centros comerciales. Perdón, pero eso es de gente loca.
Cualesquiera que sea el caso, nos sentimos solos en un mundo donde los únicos animales que realmente hablan somos nosotros, porque los loros repiten estúpidamente lo que decimos o se ponen a improvisar y a pegar de alaridos de manera espontánea. Oyen, pero ni entienden ni conversan. Por eso a veces me crispa la piel ver gente intentando charlar con sus mascotas y, peor: creer que éstas realmente comprenden las palabras que salen de la boca de sus dueños.
Pese a todo, el asunto de los perros es más complicado y profundo, porque fuimos nosotros los que los creamos a partir del lobo, confeccionándolos, a través de nuestra fértil y tergiversada imaginación, y transformándolos en un atajo de razas ridículas –insoportables unas y peligrosísimas otras– que demuestran claramente que hemos logrado proyectar nuestras personalidades y notables desbalances en esos animalitos. ¿Habrían existido los chihuahueños o los poodles sin nuestra intervención? Altamente improbable.
Bueno, pero debo insistir en ese tema de pasear perros en carriolas; considerando que los animalitos tienen cuatro patas, en lugar de dos, como nosotros, pues no le encuentro mucho sentido. El caso es que, quien quiera pasear a sus perros, que lo haga, yo prefiero dejarlos afuera y que se las arreglen solos. Les doy de comer y los llevo al veterinario, pero hasta ahí. Es más saludable para el perro, pero especialmente para sus dueños.