Rocas y Barro. Museo Regional de Antropología Carlos Pellicer, Villahermosa. Un bronce colosal del poeta se levanta cerca de la entrada y alza su brazo, lo extiende y abre su mano, como intentando asir agua, una nube o quizá un recuerdo que se va. En la entrada, una amable señorita pide que me registre. Sonríe e indica el inicio del recorrido. Un policía federal nos recibe, amistoso, con un rifle de asalto. Supongo que se encuentra al resguardo del recinto; no vaya alguien intentar robarse una cabeza olmeca de 20 toneladas. Y esa cabezota nos da la bienvenida con una amplia sonrisa y dientes resquebrajados. Bueno, más bien creo que, lejos de sonreír, se ríe. Se burla. Siglos esperando ese preciso momento en que turistas ignorantes entran al museo a contemplar objetos de los cuales no tienen una puta idea de lo que significan ni a qué cultura permanecen. Y creo que, en el fondo, no les importa: vienen a pasar un buen rato y a llevarse una foto: a entretenerse, pues. Entonces me doy cuenta que la cabezota se burla, sí, pero de los arqueólogos.
El museo exhibe una colección variada de esculturas, estelas, cacharros y objetos de uso cotidiano, todo mezclado con vitrinas, bases, fotos, textos y videos. Luego de un rato merodeando me saturo: más de la mitad de los textos que leí ya los he olvidado y no me ha quedado claro dónde una pieza pertenece al preclásico y dónde la otra ya entra en el clásico tardío. Me siento en una banca y al respirar todo aquello me propongo lo siguiente: ¿Que si entro a este sitio y borro toda información escrita en las piezas y me limito a ver la colección como solo eso, un montón de objetos sin explicación ni conexión? Un torso de roca volcánica decapitado me observa; un paseante se acerca y le pregunta al guía sobre su significado y sobre cómo se pudo haber visto cuando estaba recién tallado. El guía da la explicación, pero a mí me queda claro que ese objeto vale por lo que es ahora, y su estética corresponde al tiempo que ha pasado en la cultura que la generó, los siglos que permaneció oculta en la selva y en los procesos que la modificaron para terminar en un museo del siglo XXI. Esa es su verdadera naturaleza, la de un devenir, no la de un depósito de información académica. Eso es asunto de los especialistas. Porque yo no soy arqueólogo, geólogo, ni historiador. Yo percibo un objeto mudo e impasible que posee una belleza característica y que me informa cosas muy distintas a las que la ciencia o el arte pueden revelar. Es una escultura enigmática con una fuerza expresiva potente, viva, inmediata.
Libros. A un lado del museo está una librería del Fondo de Cultura Económica. Nunca dejo pasar la oportunidad para lograr un buen botín y entro. La estantería divide los textos por tema: policial, niños, ciencia, literatura y así. Me paseo holgadamente por todo el espacio; de pronto brilla un título aquí, una portada interesante allá y una novedad editorial acá. Voy juntando libros, los dejo encargados en la caja y sigo mi recorrido. Me alteran estos lugares; al ir acumulando volúmenes se genera una energía latente que va poco a poco configurándose, entrelazándose y comprimiéndose en una masa palpitante que se irá dosificando a medida que los vaya leyendo. De pronto me asalta una sensación: en esta librería reposan autores de todas las épocas. Si me pongo a leer las historias de, digamos, Gregorio de Tours y luego hojeo un volumen de ensayos de Octavio Paz quedará claro que hay siglos de distancia entre una obra y otra. ¿Será? Yo creo que no; estas obras viajan permanecen, confluyen y finalmente se apelmazan en un cuerpo único, muchas veces indiferenciable, y que presenta una variedad sorprendente de matices, tonos y ecos. Todo es un aquí y ahora. Paz ya lo dijo: “Todo es presencia, todos los siglos son este presente”.
Al igual que esos objetos inertes que reposan en los museos, podríamos tomar los libros como danzas de palabras que se prefiguran en nuestras mentes sin que intervenga su origen, estilo o importancia académica. Solo hay que leer, observar, sentir, dejar que la mente reaccione, que se emocione y profundice: que se deje llevar. No hay que someterla a un rigor académico, a un armazón de ideas, de supuestos y de enredijos intelectuales: hay que gozar. Porque el gozo es justamente el bálsamo que se requiere para lograr crear otra forma de entendimiento, aquella en la que se generan procesos de asociación espontáneos, significativos.
No camino por un parque e intento establecer una conjetura entre el nombre científico de tal o cual árbol o identificar la moda que exhiben las personas sentadas en las bancas; solo permito que toda esa información de plantas, personas, aves, vehículos, nubes, sonidos y reflejos entren en mí, se disuelvan plácidamente en la mente y se reacomoden como mejor les plazca. Entonces ocurre: breves, pero intensos destellos de luz comienzan a reventar y así voy creando una manera única de ver el mundo y, consecuentemente, de ubicarme en el mismo.
Vivir la inmediatez es un acto de liberación absoluto.