Ese día fui al supermercado. Paseando por el área de hogar di con unos marcos muy bonitos; eran cuatro piezas y cada una tenía una foto de muestra.
El primero exhibe una playa de arena muy blanca y aterciopelada, con cocoteros que se inclinan dócilmente frente a un mar que libera fulgores multicolores, casi mágicos. Las olas caen como en cámara lenta sobre el blanquísimo manto de arena y al hacerlo generan un travieso burbujeo que, casi puedo escucharlo, suena como inocentes risillas envueltas en una cálida brisa y que al romper en la arena se transforman en un divertido y placentero siseo.
El segundo marco muestra un lago de aguas cristalinas bordeado de hermosas e imponentes montañas nevadas. La pacífica superficie del lago parece como una hoja de plata muy fina que refleja los riscos de color gris y blanco de las montañas. Al fondo, una montaña enorme deja caer suavemente un pequeño glaciar, cuya fría y azulada lengua intenta beber agua de aquel lago. Bordeando el lago, una multitud de pinos de varias especies se reúne para contemplar el lago y suspiran mientras una brisa fría, pero reconfortante, juega entre sus espiculadas hojas.
El tercer marco revela una pequeña granja en la parte alta de una loma, rodeada de pastizales y labores. En ese momento cae el atardecer y los rayos del sol encienden las puntas del sembradío; casi puedo sentir un vientecillo fresco deslizarse por las labores y subir hacia la granja, donde una mujer prepara una tarta de manzana para su familia. El cielo presenta una intrigante mezcla de tonos azules, amarillos y anaranjados entremezclados con sosos y despreocupados nubarrones, que parecen estar más ocupados flotando y mirando al cielo que por lo que pueda ocurrir allá abajo. Ah, y de pronto, de una de las ventanas de la casa se asoma un perro curioso. Quizá se haya dado cuenta que el fotógrafo merodea la propiedad deteniéndose aquí, luego allá, buscando el mejor ángulo. Más abajo, un camino rústico serpentea hacia el horizonte, justo donde el sol está por ocultarse.
El cuarto y último marco nos regala una escena etérea y atemporal: dunas en el desierto. Las suaves y provocadoras ondulaciones viajan rítmicamente con las oleadas de viento candente y se entrelazan en un baile casi erótico en el cual uno y otro se van preformando, conformando. De esta manera se forman claroscuros que contrastan con un cielo nítido y perfectamente azul cerúleo. Es como una ilusión, un espejismo y ensoñación que nos invita a reflexionar sobre quiénes somos, qué hacemos aquí, qué valor tienen nuestras posesiones terrenales y cuál es la relación entre el tiempo, la memoria y nuestra vida.
Ese día llegué a casa, desempaqué los marcos, los coloqué sobre la mesita de la sala y me puse a contemplar las paredes de aquel espacio para ver dónde se podían colgar para que lucieran. Entró mi mujer, venía de la cocina. Apunté hacia los marcos. Ella los miró y se estuvo un rato apreciándolos, casi como entrando en estado de meditación.
–Son bonitos–, comentó.
–Sí–, asentí.
–¿Qué fotos vamos a poner en esos marcos?
–No sé todavía, ¡tenemos tantas!
Entonces vimos un espacio justo encima de la mesita donde está el elefante de resina que trajeron mis papás de un viaje a Kenia en los años setenta.
–Me parece que allí quedan muy bien los cuatro–, apuntó.
–Sí, es el tamaño justo.
Coloqué los clavitos en distancias equidistantes y los colgamos.
–¡Qué bien se ven!
–Sí, ¡quedan perfectos!
Y se veían tan bien con esas fotos de muestra impresas en papel barato que nunca pensamos en poner las nuestras.
Así se quedaron y ahí siguen.
Eso fue hace 22 años.
–Me parece que falta una foto de alguna jungla. Ya sabes, una cascada con árboles y aves exóticas, algo así–, apuntó mi mujer tiempo después.
Desde entonces busco en los supermercados marcos que tengan una foto de ese ecosistema, pero no he tenido suerte.
Algún día la encontraré.