Cultura

Literatura infantil

Hace años escribí un artículo titulado “Comida para niños”. Argumentaba que, quitando la abominable comida para bebé con sus papillas, licuados y purés, los niños deberían comer lo mismo –o casi– que lo de los adultos, y esto porque la comida es cultura y, además, se consume dentro de un contexto social.

Siguiendo la misma línea de pensamiento, me parece que los niños de hoy, que no son los mismos de antes (40, 50 años y más) deberían leer otra suerte de literatura. No digo que deban renunciar a los clásicos, no. Propongo otra cosa.

Por alguna extraña y hermética razón al comienzo de este 2023 me dio por leer algunos clásicos de la literatura infantil; no lo se, quizá aludiendo al hecho de que todos cargamos con el niño que fuimos (que no es por nostalgia, pues es bien sabido que esta solo se da a partir del efecto catalizador y tergiversador de las hormonas de la adolescencia), y porque hay algo que nos jala a zambullirnos en ese vastísimo mundo de fantasías y alucines. En mi lista figuran el Pinocho de Collodi, el viaje fantástico de Nils Holgersson, de Selma Lagerloff, la saga de Sandokán de Salgari, los siete viajes de Sinbad, la obra que usted quiera de Verne, las fábulas de Esopo y La Fontaine, y los cuentos de los hermanos Grimm y de Hans Christian Andersen. Por nombrar algunos, porque la lista es enorme.

Lo primero que me viene a la mente son las moralejas. Ya sea porque estas están implícitas de manera directa y concreta o solamente sugeridas, me parece que esta modalidad se ha heredado de la muy antigua parábola. Este mecanismo pedagógico no funciona ya. Aparece desgastado y de cierta manera estéril. Hablo del mecanismo, no de la intención. Creo que se debe continuar con esta prodigiosa tendencia de intentar educar y enviar mensajes provechosos a través de la literatura, pero las maneras y modos se deben actualizar.

Mis hijos adolescentes se ríen de algunas de las lecturas que les pongo a leer; ¡aburridas! ¡tontas! ¡para abuelitos! Exclaman. Tienen toda la razón. Insisto en que el mundo que ocurrió mientras se escribió el infame “manual de Carreño” es otro muy distinto al del ominoso Bad Bunny, las diez reglas del éxito y las dietas keto. Estamos en una retadora época en que el efecto catalizador de los medios es más importante que determinar la viabilidad, factibilidad y utilidad de lo que estos medios venden. Esto quiere decir que nuestros hijos reciben una cantidad de información desproporcionada y vasta y que no tienen las herramientas para determinar qué les conviene, qué puede ser pernicioso y qué provechoso: lo compran basado en su reacción orgánica y visceral, no en su capacidad para evaluar racionalmente esos datos. Y de ahí se desprende que la nueva literatura deba adaptarse al comportamiento de estas generaciones, no en las puñetas mentales de nuestros tatarabuelos.

Ya lo había dicho antes: aquí no hay literatura para unos y otros; libros para tullidos, para niños anormales, para gente sexualmente confundida, textos para nerdos y exiliados mentales, tratados diseñados para personas con seis dedos en la mano izquierda y manuales para mujeres abandonadas y melancólicas. Escribir es escribir y leer es leer. Además hay algo que siempre he sospechado y que, casi en su totalidad, es cierto: los cuentos para niños los escriben adultos, y además estoy convencido de que no lo hacen para que los lean los niños: escriben porque ellos son quienes necesitan leer esos textos. Pregúntele a un psiquiatra el porqué de esto.

Yo por lo pronto me quedo con la escena donde el Grillo parlante comienza a decirle a Pinocho que es un niño majadero y desobediente, y que lo más probable es que termine fracasando en la vida y así, después de escuchar este edificante sermón, el muñeco de palo le agradece destrozándole la cabeza con un martillo. Qué gran ejemplo, coño.

Adrián Herrera


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