No deja de sorprenderme el fútil intento de la humanidad por extender la vida cada vez más, pareciera que queremos rozar los bordes de la inmortalidad.
La medicina ha logrado dos cosas; lo primero es haber mejorado nuestra vida cotidiana. Pensemos en analgésicos, antibióticos, antiinflamatorios, antimicóticos y antiácidos. ¡Qué cómoda es la vida con pastillas y pomadas! Mantienen un nivel de bienestar que, junto con prácticas de higiene adecuadas, previene enfermedades y aumenta la probabilidad de sanar cuando algo nos afecta.
La segunda función de la medicina es prolongar la vida. Esto viene, por una parte, como consecuencia de un mejor y más eficaz tratamiento de las enfermedades (y de su prevención, como ya indiqué). Pero como consecuencia de una extensión –considerable– de nuestro promedio de vida, algo ocurrió en nuestro cerebro: nos metió en la cabeza esta idea equivocada de que debíamos vivir más. Cuando me pongo a pensar sobre esta presunción simplemente no logro justificarla: no hay razón para vivir más. De hecho, extender el promedio de vida nos ha traído más problemas que beneficios.
La ciencia pone al descubierto una serie de estratagemas que utilizan los seres vivos para lograr dos cosas: suspender a un mínimo las funciones vitales y vivir una cantidad de tiempo tremenda. Hay árboles que viven miles de años, como los olivos y los sequoias. Sabemos de peces y loros que viven más de 125 años. En el mundo microscópico hay muchísimos ejemplos de organismos que logran sobrevivir a ambientes sin humedad, otros sin oxígeno y otros más en ambientes de salinidad, temperaturas o condiciones químicas adversas. La vida extiende sus capacidades de manera asombrosa.
En el Deuteronomio se habla de Matusalén, quien vivió 969 años. En ciencia ficción, hemos creado una serie de androides –copias tecnologizadas de nosotros mismos– que emulan la inteligencia y conciencia humanas, pero son prácticamente inmortales. Fantasías, si usted quiere, pero demuestran nuestra fascinación por la hiperlongevidad.
Pienso que antes la muerte se aceptaba tal cual porque uno no vivía tanto y porque no teníamos la expectativa de vida ni las distracciones y comodidades de hoy. Además hay que notar que algo o alguien nos metió en la cabeza esta idea de que morir era algo malo. Sí, morir es un acto de brutalidad –sobre todo cuando está involucrado un tema de supervivencia–, pero también cuando morimos en el vientre, de niños con alguna malformación o problema congénito, por enfermedades, parásitos o virus, cuando nos matamos entre nosotros en guerras, por borrachos o simplemente porque estamos locos. Al final no somos más que estadísticas acumuladas en una computadora que nos ayudan a entender la matemática de la muerte.
Si lo que tememos es la destrucción de la conciencia –y más importante, de la identidad– la ciencia ficción lo ha resuelto; en una serie de Netflix, Altered Carbon, la humanidad ha aprendido de una civilización alienígena a conservar la persona, con sus recuerdos e identidad, en un artefacto implantado en la espina dorsal. Así, cuando el cuerpo muere, el dispositivo es reimplantado en otro cuerpo, logrando una especie de inmortalidad. En este escenario no se habla de cuánto tiempo vivimos, sino en cuántos cuerpos.
Estamos atrapados en un planeta que gira. Esto genera ciclos. Nuestra biología ha evolucionado en torno a estos ciclos, los ha asimilado, traducido. Pero la conciencia –e inteligencia– los interpreta de otra manera y nos hemos vuelto locos. Tal vez la idea de la inmortalidad sea una salida, una solución para romper el hastío, el tedio y la desquiciante revolución de las rotaciones celestes.
Nuestra concepción del tiempo, ya sea en su ascepción poética, científica, literaria, no da para crear un modelo coherente de las cosas. Lo vemos como en pedazos, en absurdos y alucinaciones, o como un persistente y enloquecedor tic-tac que sale de un artefacto mecánico de pesadilla. Por eso la idea de una eternidad ni es viable ni tiene sentido.
Hemos prefigurado realidades donde podemos viajar en el tiempo, vivir en universos donde conviven simultáneamente varios tipos de tiempo, donde dos temporalidades se entrecruzan y crean disrupciones bizarras y escenarios por el estilo. Nuestra concepción psicológica del tiempo es mucho más compleja que las prefiguraciones de la física. Muchas veces el arte, la poesía y la literatura nos ayudan a develar sus mecanismos misteriosos y exóticos, pero todo suele terminar en una fantasía rarísima.
En la película Conan (1981), el protagonista se enamora de una guerrera y esta muere. Se llevan a cabo los ritos mortuorios. Más tarde, en una batalla, el espíritu de la chica se le aparece y le dice: “¿Quieres vivir para siempre?”.
Nuestros cuerpos deben morir. Por encima de cualquier elucubración filosófica, de cualquier invento biomecánico portentoso o de alguna sinrazón de la física cuántica; estamos atrapados en una roca giratoria, hemos evolucionado con ella desde su formación y moriremos en ella.