Dijo mi hermana: –Mamá está internada en el hospital–. Me dio el número de cuarto y salí de inmediato a verla.
Los hospitales siempre me han parecido sitios enigmáticos. Fui estudiante de medicina y desde entonces me llamaba la atención la mezcla de esos colores pastel con la frialdad de sus pasillos, los aromas a alcohol, desinfectantes y vaya usted a saber qué misteriosas sustancias que se levantan en alientos fantasmales y permean el ambiente generando alucinaciones y sensaciones estrambóticas.
A ratos el personal anda con prisas, corriendo de una lado a otro, empujándose y sus batas y estetoscopios vuelan con el aire mientras agitan placas de rayos X, tomografías, recetas y hojas de análisis. Pero luego se les ve deambulando sin sentido, con la mirada perdida y arrastrando los pies. Ya parecen zombis, seres robotizados, espectros, bultos automatizados guiados por los ecos de la música ambiental y los suspiros de los agonizantes, que solo ellos pueden escuchar.
Me subo al elevador. Son rectangulares, amplios, hechos para que quepa una camilla y gente. Llego al cuarto piso. Hay una enfermera detrás de un escritorio.
–¿Cuidados intermedios?–, pregunto. –Oh no, piso 2–, responde. Bien. De vuelta al elevador. Esta vez viene un paciente tendido en camilla acompañado de un médico y dos enfermeras. El paciente va despierto, no dice nada. Se me queda viendo de manera extraña. Casi puedo escucharlo decir “sácame de aquí”. Salgo del elevador algo confundido. No sé exactamente a dónde ir y camino hacia donde siento que debo ir, pero al tiempo descubro que he entrado en un área donde solo admite a “personal autorizado”. Un guardia me saca de ahí. Y no, él no sabe dónde están cuidados intermedios. Por fortuna un técnico de rayos X me indica el camino. Por fin llego. Entro a la habitación, visito a mi madre y luego de un rato le digo que voy a bajar por un café y un trozo de pan dulce. Ahorita vuelvo. De regreso olvido dónde queda el elevador y me meto a otro, más compacto, que me lleva a un sitio donde nunca antes había estado. Parece ser el sótano. El lugar es frío, se escuchan ecos de rechinidos, voces y cosas metálicas que chocan entre sí. Avanzo por un pasillo iluminado por una luz mortecina y doy con una puerta amplia: morgue. Oh no, aquí no es donde quiero estar. Pero, ¿sabe? no puedo evitar echar un vistazo y me asomo. No se ve mucho y el aroma es extraño y siento una electrificación muy fina recorrer mi espalda. De frente hay otro pasillo, parece haber una salida más adelante. Camino despacio, volteo hacia atrás, nervioso. Pronto me encuentro con una señora en silla de ruedas; está como abandonada. Tiene un equipo de venoclisis conectado al antebrazo. No se mueve. Pela los ojos y permanece inexpresiva. ¿Será un fantasma? Paso de largo y salgo de ahí rápidamente. Entonces aparecen unas escaleras eléctricas. Me elevan hacia un área bien iluminada y pronto doy con la cafetería. Mi hermana me avisa por teléfono que a mamá le ha dado un paro cardiorrespiratorio; tomo el café y corro a la sala de espera de cuidados intensivos. –Los médicos la sacaron del paro y ahora la están tratando–. Menos mal. Esperemos a ver qué ocurre. En el mostrador de la sala hay una colección de revistas de TV Notas y, a un lado, una Biblia abierta en la sección de Salmos. No termino de entender esta combinación, me produce un choque cultural y psicológico tremendo.
Ya llega el médico; la familia lo rodeamos, ansiosos, molestos, atentos; se presenta y elabora un discurso sobre el estado de mamá. Lo que le han hecho, lo que revelan “los estudios” y “los análisis” (y aquí no hay dogma, verdad y certeza más absoluta que los estudios y los análisis, porque, aun por encima de la interpretación de los médicos y los técnicos, los estudios y los análisis contienen una verdad incuestionable e insoslayable, y tal es su efecto que ya se ha transformado en una auténtica liturgia, un evangelio). Preguntas. Muchas. Esperamos respuestas claras, concisas y, sobre todo, positivas. Pero las cosas se desarrollan de otra manera: el médico responde con una mezcla de respuestas honestas, rodeos, tecnicismos y misterios por resolver. Pongámonos en manos de Dios, dice mi hermana. Comienzan a llegar mensajes vía WhatsApp: “Espero tu mami se mejore: estamos rezando por ella”, “Ya hemos encendido un cirio, estamos orando”. Así le pregunto al médico si la oración es parte efectiva de la terapia que le dan a mamá y él responde de manera tajante que no. Perfecto. Dios no tiene por qué entrometerse con el trabajo de los médicos, pero si eso hace sentir bien a la gente, pues adelante. Yo prefiero que Dios se quede en esa oscura y remota parte del universo que no podemos detectar. Él no quiere ser molestado.
Finalmente mamá parece ir mejorando. Me encamino hacia el elevador y este me lleva a un sitio en el que no había estado antes. Preguntando encuentro mi camino por el laberinto de aquel nosocomio y al abrir la puerta que da al estacionamiento, respiro una bocanada de aire fresco, contaminado y con mucho sol.
Nunca me sentí más feliz de estar en la calle y fuera de ese lugar.