Le voy a platicar todo lo que uno tiene que pasar para escribir, publicar y vender un libro.
Se dice fácil, pero está cabrón.
Lo primero, y más disfrutable, es vaciar todo sobre papel. Es la esencia de todo esto, es un fenómeno catártico. Escribir sobre papel pone a funcionar partes del cerebro que no se activan con el acto percutivo del teclado; se mueven fibras neuronales distintas. Una vez que la información se ha dibujado sobre el papel, se pasa a formato digital. Lo bueno de este proceso es que ahí es donde se hacen las correcciones pertinentes; se razona el lenguaje en términos técnicos tales como el estilo, la ortografía y así. De esta manera se reestructura el texto, se enderezan o clarifican ideas, se ejercita un cuestionable tipo de autocensura, nos preguntamos si en verdad valió la pena tanto esfuerzo para plasmar algo que pocos, o nadie, vayan a valorar, o quizá convenga preguntarnos si lo escrito no es más que una repetición, un plagio involuntario o simple y llanamente basura. Porque en esta parte uno ya no se siente tan confiado con el texto y se da una tendencia a regresar al papel y modificar y reescribir las cosas de manera que, muchas veces, resulta innecesaria.
Una vez terminada esta fase (la cual no debe, bajo ninguna circunstancia, llevarse a cabo con alcohol) hay que enviarle el texto al editor. Y aquí es donde las cosas se ponen un poco tensas. Le explico; el trabajo de un editor es editar. Suena a broma. Lo es. Editar es un ejercicio, ensayo o experimento donde el editor fantasea con ser autor. Pero no lo es. El problema acuciante es que luego de terminar de editar exitosamente un texto, el editor suele llegar a la conclusión de que su esfuerzo fue tan bueno (o mejor) que el del autor, razón por la cual se considera con el derecho y potencia de intervenir de cualquier manera los textos de sus clientes para mejorarlos según su mejor criterio y visión, y de esa manera presentarlos como grandes obras literarias las cuales, si llegan a fallar, serán siempre por graves y profundas omisiones y errores del autor, porque el editor hizo todo lo humanamente posible para crear una obra trascendente, que quede claro.
Dejemos al editor y sus fantasías onanistas a un lado y pasemos al punto siguiente, que no es poca cosa: publicar.
Uno puede venderle su alma al diablo y otorgarle a una reconocida editorial los derechos de tu obra. Te hacen firmar un contrato tan largo como tu libro, lo haces con tu sangre, se quedan con tu obra –por buena o mala que sea –, te dan regalías equivalentes a propinas más culeras que las que sacan los malabaristas y tragafuegos en los cruceros, pero te ofrecen difusión y, con suerte, ¡fama! (sin fortuna).
No, gracias.
La siguiente opción es publicarte a ti mismo. Pones tu propia editorial, pagas todos los gastos –además de escribir el puto libro–, corres con toda la responsabilidad legal y social de la obra, y al final disfrutas de las mieles de tu creatividad y capacidad administrativa. ¿Suena idílico, idóneo y heroico? Pues no lo es. Ni tantito. En este escenario corres el riesgo de pasar completamente desapercibido.
Yo me fui por esta última opción. Mi mujer y yo formamos una editorial. Me encerré a escribir. Tengo dos libros publicados y dos que se publican este año, además de otros cuatro en proceso que cubren temas que van desde un recetario, un libro de cuentos, uno de recuerdos y otro de ensayo), contraté a ilustradores y artistas para enriquecer visualmente mis libros, y pedí a amigos y colegas que me regalaran unas líneas para incluirlas en el texto para ayudar en la venta y promoción.
Es una odisea. Se topa uno con muchas desavenencias, infortunios y frustraciones. Porque en este punto ya el tema de la escritura pasa a segundo término: ahora hay que vender. Entonces vas entendiendo que hay reglas, maneras de mover el producto y que el medio es hostil. También entiendes que tus libros no son más que panfletos pinches en un mar de miles de títulos que aparecen cada año y que por más que intentes convencerte de que tu librito es la mamada, tienes que aceptar que no estás compitiendo con calidad, originalidad o innovación, sino con mercadotecnia. Traduzco: tu puto libro no vale ni por lo que es, sino por la manera de venderse. O sea que el vendedor termina estando muy por encima del autor y, muy triste para él, del editor. Es como en el rock: en las décadas de los 70 y 80 se veneraba al guitar hero (el equivalente al autor, al que expresaba la creatividad, la fuerza y el arte), hoy se la croman al productor, que suele envasar basura que se vende como si el producto tuviera calidad.
Mire, los escritores queremos que nuestros libros se vendan como la Biblia o como el puto Quijote. Que no le digan lo contrario: no hay escritores humildes. Pero hay que adaptarse y aprender a vender. No hay de otra.
Por lo pronto lo dejo con las ligas para comprar mi último libro, Púdrete en el infierno, escrito, por cierto, con muchos de los textos aquí publicados:
https://play.google.com/store/books/details?id=KvDmDwAAQBAJ
http://books.apple.com/us/book/id1516675250
https://www.amazon.com/dp/B08978MC3M/ref=cm_sw_r_tw_taa_YQs9EbJFS8MJT